sábado, 28 de marzo de 2009

Escapados de un libro

La primera vez que lo vi fue hace un par de horas, aquí mismo, en El Hormigón; no hay mejor lugar para que los perdidos o los que quisieran perderse se encuentren. Él era de los segundos, vestía de blanco y bebía con la cabeza embutida en los hombros; era evidente que se escondía de los que le rodeaban. Me senté a su lado, porque no había otro sitio, y a los cinco minutos ya sabía su nombre, Santiago. Tres copas bastaron para que me confesara que lo perseguían y una más tarde me contó que se había escapado de milagro de una muerte insegura y ahora mal vivía por los callejones oscuros.

—Soy el protagonista de una novela —me dijo—, de una historia rural de envidias y venganzas, y unos hermanos gemelos me persiguen para poner el punto y final.

Yo en literatura no he pasado de cierto lugar de la Mancha, pero con eso me bastó para saber que a aquel tipo le faltaba una tuerca o debía cambiar la marca de lo que fumaba.

—¿Qué haces aquí, si eres el personaje de un libro? —dije divertido, con el buen humor del quinto vaso de güisqui.

—Me he escapo del libro —dijo con la seriedad de un condenado a muerte.

No me reí, con la locura ajena no se bromea. Ya lanzado, me contó que el tal García, el escritor, su padre, su creador o lo qué coño fuera, era un probo anciano que ahora se dedicaba a escribir sobre putas; de putas tristes, además. Me imaginé al viejo verde, que en la juventud disfrazaba a sus personajes de lino blanco, vestido de cuero y dejándose dar unos azotitos; me hizo gracia.

—Ahora escribe cualquiera —le dije yo por darme importancia y por seguirle la corriente—, si por lo menos fuera buen escritor, pero ya me dirás si sus personajes no quieren vivir en sus libros.

No me contestó, se limitó a mirarme y en sus ojos vi reflejado a un estúpido.

—¿Y se le largan todos los personajes o sólo algunos? —dije para arreglarlo.

—No lo sé, ¿por qué lo peguntas?

—Joder, por qué va a ser, para saber si esas putas van a venir a tomar algo. Hoy no me he cambiado la ropa interior.

Solté una carcajada. Su cara de póquer mostró la misma alegría que la que mostraría un tipo al que le operan de vasectomía con una cucharilla de café. Tanta pobreza de sentido del humor desbordó el vaso de mi paciencia. Me levanté, saqué la Browning y le desparramé los sesos por encima de la barra. Los personajes de ficción sangran como cualquiera.

Fran levantó la vista desde el otro lado, golpeó con más violencia de lo normal el vaso que acababa de ensuciar con un trapo, pero no dijo nada. Nadie se movió, todos siguieron a lo suyo; norma de la casa. Unos minutos y un par de güisquis más tarde, dos tipo, que resultaron ser lo gemelos Vicario, se arrimaron a la barra y me preguntaron por Santiago Nasar. Les señalé con gesto de interrogación el bulto caído en el suelo poco más allá. Uno de ellos asintió con la cabeza y, entre los dos, recogieron el cadáver y salieron sin decir una palabra y sin invitarme a una copa por haberles ahorrado el trabajo; desagradecidos.

De eso hará más o menos una hora y aún espero, me temo que demasiado borracho, a que lleguen las putas del viejo verde y, aunque sean tristes, me alegren el día. Ya están tardando. 

lunes, 23 de marzo de 2009

Lluvia que huele

Todas las mañanas el espejo me devuelve una sombra de lo que pudo haber sido un ser humano. La vida me ha arrastrado por campos sembrados de desprecio y estoy seguro de que mis parientes recibirían con más agrado la noticia de que una noche de copas me he encontrado con la muerte, que enterarse de que me ha tocado lotería; eso me hace plantearme algunas cosas. Mi máxima aspiración es poco original; dejar un bonito cadáver y antes haber aprendido a morirme en cuclillas para no ocupar una habitación en casa. Y lo malo es que los que me desprecian tienen razón. He pasado noches enteras acodado en una barra junto a mujeres de las que nadie quiere hablar, en locales donde Lucifer no entra por miedo a que le roben la cartera; he compartido mesa y mantel con hombres de los que sus propias madres tienen tan buena opinión que se cruzan de acera al verlos; he metido la cara en tantos agujeros negros que el día que se me pique una muela más me valdrá ir a un ginecólogo, y tengo tantas cicatrices mal curadas en el alma que sufrir una lobotomía sería para mí como tomar un Martini. A los tipos como yo el bronceado que mejor nos sienta es la palidez de los cadáveres.

 —Deberíamos ser eternos.

Era un turbio amanecer, yo me apoyaba borracho y triste en la barra de El Hormigón y Fran barría con desgana el local antes de echar el cierre. Miré al tipo que había hablado y me pareció que estaba tan borracho y triste como yo mismo.

—¿Y qué coño iba hacer yo con tanto tiempo libre? —dije.

Entonces sentí en la nuca la mirada de unos ojos femeninos y en el ambiente quedó flotando una proposición:

—Siempre puedes venir conmigo a oler la lluvia. 

domingo, 15 de marzo de 2009

Antes de olviarle, nos emborrachamos a su memoria

El Hormigón es tan buena madriguera que es el sitio perfecto para que se escondan los ignorados, ésos que jamás necesitarán esconderse porque hay personas a las que se les presta menos atención que a la madre de Pinocho. Uno de ellos era Monzxo, ayer lo enterramos, hoy bebemos para despedirlo y mañana ya lo habremos olvidado. Es lo malo de frecuentar ciertos barrios o determinadas compañías; al hola y al adiós los separan una fina línea trazada por una bala. Aquí padecer amnesia es la mejor vacuna contra los problemas. El difunto, en realidad, se llamaba Moncho, pero pasó a ser Monzxo desde que le partieron la nariz en una pelea callejera y nunca más consiguió pronunciar su nombre. Fue una muerte triste; se suicidó con tres tiros en la cabeza. El mismo inspector que un día hizo sembrar de velas El Hormigón llegó a esa conclusión leyendo la nota que apareció junto al cadáver: «Ni mármol duro y eterno, ni música ni pintura, sino palabra en el tiempo». Algún listillo dijo que eso no lo había escrito el Monzxo, que era un verso de Machado.

—Tal vez —replicó el poli—, eso de Machado me suena a otro alias del difunto.

A continuación puso cara de suficiencia y dijo:

—Esto está claro, las lápidas son de mármol, después de muerto no hay música ni pintura, ¿y qué mejor camino a la eternidad que palmarla? Suicidio, no hay duda.

A mí me pareció que quedaba algún fleco suelto. No encontraron el arma y el muerto no sabía ni escribir su nombre, pero callarme y brindar a su nula salud se me antojó lo mejor para la mía. Eso debieron de pensar otros; nadie hizo preguntas y hoy, ya dije, bebemos para despedirlo.

Ahora que se ha ido, recuerdo el día en que me preguntó por qué Jesús podía caminar por encima del agua.

—Amigo —le contesté—, Suso no era más que otro inadaptado social, como nosotros, al que odiaban todos y al que unos cuantos usaron como arma arrojadiza contra unos militares muy hombres pero que andaban con faldas. Lo que se le daba bien de verdad eran los imposibles, los milagros. Tenía ese don, qué le vamos a hacer, otros tocan la flauta, pintan o hacen malabares; de ahí que fuera especial.

Monzxo me miró muy serio y dijo:

—Entonzxes, ¿qué virtú tengo yzo?

Me quedé mirándole y me arriesgué con la verdad.

—Tú tienes el corazón más grande que el de un caballo —le dije pasándole el brazo por encima de los hombros.

Creo que me pasé porque, en un arrebato de satisfacción, comenzó a reírse y a mover la cabeza de izquierda a derecha como un percherón y regó la barra de saliva y restos de comida.

La costumbre es que, cuando alguien muere, los que lo conocían hablen de él con respeto. Por regla general se recuerdan las cosas buenas y se olvidan las malas. En este caso lo único que podemos reprocharle a nuestro amigo es su falta de maldad. Aquí, si no eres malo, te comen los pies, pierdes el equilibrio y acabas con los dientes rotos contra el suelo; o quizá te cortes las venas con un helado de vainilla o te rebanes la yugular con una maquinilla de afeitar eléctrica. Algunos se han asfixiado por apretarse mucho el nudo de la corbata o han levantado el vuelo al pisar su coche una mina olvidada de la guerra de Corea. Incluso los hay que se suicidan con tres tiros en la cabeza. En esta maldita calle existen mil maneras de morirse, por algo ostenta orgullosa el record de suicidios de la ciudad. No todos los suicidados eran unos santos ni todos los vivos son unos cabrones, pero él era especial y el último, que eso también cuenta. En su entierro sólo se escucharon palabras de cariño. Y como mañana le habremos olvidado, hoy nos emborrachamos a su memoria.

 

miércoles, 11 de marzo de 2009

Cirus y la arena en los bolsillos

En El Hormigón todos tenemos pasado, casi siempre más que futuro. Yo, por motivos de salud, no suelo preguntar ni por lo uno ni por lo otro. El mío, el pasado, lo dejé el día que conocí a Cirus. Él ya estaba muerto, tendido bocabajo, el rostro reposando en el asfalto y la mirada perdida en post de la vida. Cirus era un iluso. El forense, entre calada y calada a su pipa, comentó que como poco llevaba muerto cuatro horas. Di una vuelta por la zona y, por mi cuenta, deduje que la causa de la muerte era el puñal que llevaba clavado en la espalda.

Invertí poco más de una semana en empaparme de la vida de Cirus. El tiempo que me costó sentirme cómodo calzando sus zapatos, durmiendo en la misma postura que él, de copas con sus amigos y acostado con sus amantes. Para saber qué había ocurrido tenía tres pistas: un puñado de arena en los bolsillos de su chaqueta, una postal y un albornoz nuevo con el escudo de un hotel colgado en su cuarto de baño. No era mucho, pero más difícil es distinguir una gota de agua mineral vertida en el mar.

La postal era de la pirámide de Giza y su reverso, un borrón de tinta en el que sólo fui capaz de distinguir una palabra: «morirás». Bajo el escudo del albornoz se leía: «Conrad Hotel - El Cairo». Además estaba la arena. Volé a Egipto.

Subir a un avión sin ser arrastrado por las aspas fue una grata novedad, no resultó tan grato que el fabricante del aparato fuera el proveedor de montañas rusas de Disney. Por suerte, las enfermeras de abordo eran muy agradables y comprensivas; me surtieron de cuantas bolsas de papel necesité.

Al llegar me hospedé en el mismo hotel que el finado, me pareció más sencillo para hacer averiguaciones. No tardé en enterarme de un par de cosas que consideré importantes: Cirus llevaba siempre un maletín y se le vio  acompañado de una mujer. El maletín era del tipo funda de violín. Los músicos guardan allí su instrumento, los asesinos su metralleta. La mujer era la señora Dublonsqui, egipcia, rica y viuda reciente del señor Dublonsqui. Cirus asistió al entierro del marido. Por suerte ella aún lloraba su ausencia retozando en la piscina del hotel, quizá que fuera la nueva propietaria tuviera que ver en ello. Le dejé una nota en su casillero, por la tarde otra en el mío me citaba en la cafetería del hotel. Llegó dos güisquis tarde, ojalá hubiera esperado varios más; era la mujer más fea que había visto en mi vida. No me extraña que los egipcios estén orgullosos de sus momias, algunas todavía caminan. Tenía la belleza del que ha muerto atropellado por un tren de mercancías. Se sentó y en cuestión de segundos un camarero le trajo un güisqui, con el mío tardó más.

Me suponía escritor, no se me había ocurrido nada mejor; memorias de célebres norteafricanos. Su difunto no lo era, pero, como no hay mejor amnésico que la vanidad, coló. A lo diez minutos sospechaba de la buena acogida de mi mentira; la novia de Tutankamón me echaba los tejos. Estaba sola, era una mujer con necesidades, le urgía un hombre. Dios santo, pensé, el máximo placer carnal al que puede aspirar esta mujer es sentarse desnuda en la cara de su difunto y pretende que me acueste con ella, está loca. Tenía que acabar con aquello.

—¿Qué sabes de Cirus?

Enmudeció.

—Fue mi amante. Mi marido le pagó para que me dejara.

Ahora sí sentí pena por Cirus; yo lo hubiera dado todo por poder abandonarla. Que el difunto Dublonsqui hiciera lo contrario demuestra que la riqueza y el buen gusto pueden estar reñidos.

—¿Cómo falleció su esposo?

—Fue un accidente, resbaló y se clavó en la yugular la estilográfica que llevaba en el bolsillo de la americana.

Los ricos siempre tienen que llamar la atención, pensé. Me levanté y salí a escape para no pagar las consumiciones; la fuerza de la costumbre. Si Cirus no era más que un gigoló de tres al cuarto, ¿qué hacía paseando por Egipto con una metralleta?

 

A los tres días volé de regreso. El viaje de una semana había llegado a su fin y no había resuelto el caso, estaba hundido. Es cierto que los dos últimos días los pasé hospitalizado por una insolación. La viuda me persiguió como una medusa en celo y, en un intento desesperado de huir, me interné por las arenas desérticas. Me encontraron delirando. La muerte me hubiera ahorrado la vergüenza, suerte que yo no sea de los que ahorran.

En el aeropuerto no había nadie. Al día siguiente, en la comisaría, me enteré de que habían detenido al asesino de Cirus; un ladrón que pensó que en la funda había un stradivarius.

 

—No he querido preguntar más ni averiguarlo.

—¿Y has decidido venir aquí a espantarme la clientela?

El amanecer descendía por las escaleras de El Hormigón como una neblina rojiza. A falta de un gato de escayola que me prestara atención, acababa de contarle mi historia al barman; nos conocíamos desde niños.

—No me jodas, Fran, he dejado la pasma; hasta yo tengo un poco de dignidad.

Fran rió. Ni antes ni después lo ha vuelto a hacer. Luego me sirvió otro güisqui.

—Invita la casa.

La vida es sujetarse con las manos a una cuerda suspendida sobre un agujero negro, sólo es cuestión de esperar a que flaqueen las fuerzas, yo en ese momento me hubiera soltado.

 

lunes, 9 de marzo de 2009

Pobres por herencia

El Hormigón es un buen sitio para hacer amigos o despedirse de ellos. No es uno de esos bares finos, lugares limpios donde la gente se mira con media sonrisa forzada. Todo lo contrario, éste es un antro oscuro de barra pegajosa, donde los borrachos necesitan las dos manos para sostenerse la cabeza y Fran, el barman, escupe las preguntas con cara de no haber pegado ojo en meses. Aquí lo más saludable que puedes tomar es el humo del tabaco. Quizá por eso es uno de mis favoritos, como lo es de Fermín y de otros que, como nosotros, están tan perdidos que la única manera de encontrarse es verse reflejados en el cristal sucio de un vaso de güisqui.

Fermín es pobre por herencia, su padre le transmitió la miseria en el testamento; escrito, firmado y sellado ante notario.

—Amigo —me susurró un día mientras yo le prestaba una mano para apoyar la cabeza y que pudiera liberar una de las suyas y apurar un güisqui de un solo trago—, muchas veces me pregunto por qué nos fían en este bar.

—Querido Fermín, no nos fían. El vaso que acabas de vaciar era de ese tipo —respondí y le señalé a un borracho que dormitaba a su lado después de haber vomitado algo líquido sobre el vaso, el mostrador y sus piernas.

Fermín, sin inmutarse, concluyó:

—Joder, conozco sitios donde pagarían oro por la orina de este individuo.

 

viernes, 6 de marzo de 2009

La filosofía de Fran y otras historias

En todas las ciudades del mundo hay locales donde la luz no entra por vergüenza; como El Hormigón. La oscuridad arropa los trapicheos de los clientes, las manos que buscan por los cuerpos de las chicas y la mugre acumulada en las esquinas. A esa mala muerte nos agarramos un puñado de habituales como al último madero a la deriva, náufragos del desprecio. Fran, propietario y barman, dice que somos zorros en plena huida y que El Hormigón es una madriguera oscura donde esconderse y reposar seguros durante unas horas. Fran es un filósofo.

Además están las chicas; no son agraciadas, pero sí cariñosas y cumplen su función. Lo cierto es que nadie se queja de su aspecto, al menos desde lo de aquel tipo que se negó a pagar por un servicio. Después del trabajito encendió la luz y, al ver la cara de su amante, se puso gallito. Fran le aconsejó que no formase escándalo y él tipo amenazó con denunciarle.

—Esto lo arregla Miguelito —dijo el barman.

—¿Y quien es ese Miguelito? —dijo el otro en tono de guasa.

Fran, con la parsimonia que usa para todo, se dio la vuelta y sacó un bate de béisbol de detrás de la barra.

—Este es Miguelito.

Aquel tipo pasó dos meses en el hospital y aún anda degustando el puré con una pajita. La chica cambió de local; a nadie le gustan los problemas y fea era, y mucho. Los clientes se acostumbraron a cargar con pequeñas linternas y, antes de entrar en el reservado, comprobaban la mercancía; se quedó sin parroquia, no había oscuridad suficiente para ella.

 

La policía, imagino que para cubrir el expediente, aparece muy de tarde en tarde por el garito. En la última redada entraron gritando y dando porrazos al aire como si intentaran abrirse camino en una selva de tinieblas. Nadie se puso nervioso, nos pegamos a las paredes y caminamos de lado hasta la puerta trasera. La pasma se quedó adentro intentando encontrar un interruptor. Hubo heridos entre las fuerzas del orden, daños colaterales, damnificados por algún porrazo perdido.

—¿Sabes? —me dijo un colega a la noche siguiente mientras tomábamos un güisqui en la barra—, siempre había oído que la policía no era tonta, que si ve humo sabe que hubo fuego, pero no me imaginaba que tuviera tan pocas luces.

Unos días más tarde, un inspector mal encarado obligó a poner velas encendidas por todo el local; al principio los que entraban se persignaban y buscaban el cadáver que pone la guinda a todo buen velatorio. De resultas de aquello, el amor comenzó a correr a raudales por El Hormigón. No el carnal, que de ése siempre hubo en abundancia, sino el platónico. Con la luz de tango, empezamos a conocernos, a mirarnos y a admirarnos, y algún pardillo, como el Chino, a enamorarse.

 

Le llamábamos así porque era pequeño y desde niño le aquejaba una enfermedad genética que le producía ese aspecto descolorido; las borracheras le habían quemado el hígado. El suyo fue uno de esos amores que equivocan el beneficiario. Ahora vive tan cerca del mar que los peces le limpian las orejas todas las mañanas.

—Ahí viene —me dijo un día acodado en la barra—. Es una diosa.

Antes de volverme a mirar, oí unos pasos cortos que avanzaban hacia nosotros y sentí moverse el aire impulsado por las cabezas que se fueron irguiendo a su paso. Ver a Leila caminar era disfrutar de una opera en la Fenice. Los cabellos negros, largos y bailarines, los hombros morenos siempre al descubierto, los brazos como serpientes pintón, los senos como lanzas bengalíes, la cintura como un junco, las caderas cual campanas de catedral que golpean a izquierda y derecha la desgracia de no poder dar las horas, las piernas inacabables como travesía del desierto. Si no hubiera sido la chica de Chema, el mayor hijoputa del barrio, hubiese sido la mujer perfecta. El día en que Leila se sentó en la misma mesa que el Chino, todos consultamos nuestras agendas para hacerle un hueco al funeral de nuestro amigo.