lunes, 5 de octubre de 2009

Especial, muy especial

«No cambies nunca. Eres muy especial», remataba la nota de despedida que no me atreví a leer hasta que me tomé el segundo güisqui en la barra de El Hormigón. Ser especial casi siempre es malo.

—¿Por qué estoy solo si no?

Fran se encogió de hombros.

—Ya sabes lo que se dice; más vale solo…

Dejó la frase a medias y dio la vuelta para dejar sobre un estante una botella irrellenable recién rellena.

En este caso, «especial» resultó ser un sinónimo de sustituible. Anny se largó con otro y yo, en hacerme a la idea, invertí un puñado de kilos; no de dinero, de peso. Lo pasé mal, pero concluí con mejor aspecto y recuperé para su uso un par de trajes que cogían polvo en mi armario. Las noches llenas de desvelos y los días de ardores de ausencia también acrecentaron mis ojeras, pero, según Berta, eso me hace más interesante. Tampoco es que la situación me resultara extraña; no era la primera vez que, para una mujer, hacía de rellano en la escalera que lleva a otro amante.

Con el paso de los meses, el dolor remitió como el calor estival camino del otoño. Hasta que un día llamaron a la puerta con insistencia. Era tarde, aquella noche no había ido a El Hormigón y dormitaba frente al televisor que emitía imágenes sin sonido. Ya había llegado al baño cuando comprendí que no me quedaba nada que tirar por el retrete. Por si acaso, cogí la Browning y me acerqué a la puerta dispuesto a abrir. No la esperaba.

—Hola.

—Hola.

Su belleza se había ajado, pero seguía preciosa. También a ella el agotamiento le proporcionaba interés y la sonrisa que me regaló, la misma que aún me despertaba por las noches, me embriagó como siempre.

—¿Puedo pasar?

—Nunca te fuiste y no creo que sea un buen presagio.

Me aparté para permitir que entrara. De camino al sofá, dejé la pistola sobre la mesa y puse un compacto en el equipo de música. Ella sonrió.

—Todavía sigues enganchado a Van Morrison.

Nos sentamos en el sofá y hablamos, al principio de banalidades y lugares comunes, luego del favor que había venido a pedirme. En lugar de mandarla a la mierda, fui a la cocina a por hielo y unos vasos. Cuando regresé ella estaba recostada en el sofá con los ojos cerrados. Recordé el viaje a Sevilla, el puente de Triana, la luna llena reflejada en el Guadalquivir como una mujer en las pupilas de su amante y el regreso en coche; yo conduciendo en la oscuridad camino del olvido y ella recostada a mi lado, dormitando mecida por la voz de Van Morrison.

La arropé con una manta y me senté en un sillón, frente a ella y al lado de una botella de güisqui. Cuando abrió los ojos amanecía y de la botella quedaba menos de la mitad. Se acercó, me besó en la mejilla y se fue.

Dos días después, por la mañana, seguí a un hombre. Salió en un Jaguar del garaje de un chalet de las afueras, con él iba un niño de unos diez años que yo sabía que era su hijo. Recorrimos unos diez kilómetros, el delante y yo detrás, a la distancia suficiente como para que no sospechara. Detuvo el coche al lado de la entrada de un colegio. Había muchos coches, padres y niños que bajaban o regresaban. Me apeé y me acerqué a la ventanilla del conductor, el hombre miraba a su hijo y no me vio acercarme. Di unos golpes en el cristal, el tipo me miró, el cristal descendió con lentitud. Saqué la Browning y disparé dos veces sobre la cabeza de aquel hombre, el niño se giró agitando el brazo para despedirse de su padre.

—Joder, Fran, el chico lo vio todo. Todas las noches tengo la misma pesadilla. Tenías que haber visto la cara del niño.

Era temprano, nadie más que yo se acodaba en la barra de El Hormigón y Fran secaba un vaso tras otro.

—Mala suerte. Charly era un cabrón que llevaba años opositando a cadáver, al final logró aprobar el examen. Eso es todo. Nunca debió casarse, menos tener hijos.

Fran separó dos vasos y añadió hielo y güisqui. Empujó uno hacia mí y él cogió el otro. Durante un par de minutos, bebimos en silencio.

—Tal vez tengas razón —dije cuando el vaso estaba ya casi vacío—, pero yo no tenía nada contra él. Nadie en su sano juicio le hubiera pedido un euro. El novio de Anny es un perfecto gilipollas, casi tanto como yo.

Fran me miró y no dijo nada. A Fran le molestan las batallas que están perdidas de antemano. Un par de tipos bajaron por la escalera del bar y Berta salió de los servicios restregándose la nariz. Saqué mi móvil, leí otra vez el mensaje que había recibido hacía un par de horas: «No cambies nunca. Eres muy especial»

—Anda, Fran, ponme otro.