domingo, 20 de septiembre de 2009

Muerte, desamor y un billete de veinte

—He tocado fondo

Los vasos del último güisqui aún guardaban el helor de nuestros labios, descansaban enmarcados por un cerco circular que parecía esculpido en la barra para recordarnos nuestro lugar.

Mauricio había subido delante por la escalera, empujado la puerta y hablado como para sí, mientras miraba más arriba de los contenedores de basura, más allá de las cornisas que delimitan el callejón. Allí una luz rojiza nos recordó que las estrellas pronto se ocultarían tras el sol.

—Tranquilo —le expliqué—, no hay nada que no cure una borrachera y la conversación tranquila con una mujer desnuda.

—Esto no lo arregla nadie —sentenció en un murmullo, sin bajar la cabeza.

Mauricio era de los veteranos y me apenaba ver a una institución como él a la deriva en un güisqui sin hielo.

Había ido al médico, mira que se lo había dicho:

—El galeno sólo encontrará un motivo para que dejes de vivir.

No me hizo caso y al final se enteró de que se moría y apenas le restaba tiempo suficiente para despedirse con un guiño.

—¿Cuánto me queda, doctor? —preguntó.

—¿Qué hora es ahora? —respondió el médico distraído, aséptico de sentimientos.

—Búscala —susurró.

Yo sabía bien a quién se refería y en dónde encontrarla.

—Dile que me he ido y que la esperaré en el infierno.

Ahora fui yo el que toqué fondo. Oír a Mauricio pedir un favor de esa índole sólo quería decir una cosa: estaba bien jodido. Recordé el día que se conocieron. Charlábamos sobre nada en una esquina de El Hormigón cuando entró ella y se acomodó en un taburete de la barra. Tenía la belleza oculta tras una mirada manchada de rimel. Fran le sirvió algo de beber. Ella, con cada sorbo, rellenaba el vaso con sus lágrimas. Mauricio se levantó sin decir palabra y se sentó cuatro taburetes más allá. Pidió una copa, Fran le colocó un güisqui a un metro de sus brazos, al lado de la mujer; una buena excusa para comenzar una conversación, uno de esos gestos del barman que nos recuerdan que posee la sabiduría de un Buda y la mala leche de un rapero herido de bala.

—Si quieres otra copa, pídesela desde cuarto de baño—le aconsejó Mauricio a la mujer—, con suerte te pondrá la bebida cerca de donde estás ahora.

Ella sonrió y por un segundo olvidó que tenía motivos para llorar. Después de aquella noche Mauricio no volvió a ser el mismo.

Hacía mucho tiempo que yo no visitaba el Sputnik. Ahora que lo pienso, no sé porque dejé ir. Supongo que todo me cansa, menos El Hormigón. Quizá es que cuando te haces viejo incluso te molestan los lugares en los que tu juventud perdió la vergüenza, el dinero y el semen. No tuve que esperar mucho. Ella bajó las escaleras como si fuera una diva de cine de los cincuenta; y no lo digo sólo por la pose. Alguien le susurró al oído y no tardó en percatarse de mi presencia. Estaba claro que me habían visto entrar y me vigilaban.

—¿Quieres algo especial? —me dijo después de acercarse con la parsimonia asexuada de una sexagenaria.

—Sabes por qué estoy aquí —le espeté.

Le temblaba una mano, por su bien esperaba que fuera deformación profesional y no el Parkinson. No se dignó mirarme a la cara, dirigió la vista al suelo y sus palabras al aire enrarecido

—Y tú, que lo de Mauricio se acabó. ¿Qué quiere ahora?

—Yo sólo soy el mensajero y vengo a decirte que Mauricio se muere, le queda menos vida que a ti ganas de volver a subir a una de las habitaciones de este puto antro. Vas a ir a verlo, le vas a dar un beso, conversación y un motivo para morir sonriendo.

—¿Y si no quiero?

Me levanté sin dejar de mirarle a los ojos. En los suyos el pánico era evidente. Tanteé en mi chaqueta en busca de una respuesta. Debo de estar envejeciendo, me costó tomar una decisión y no estoy convencido de que fuera la adecuada. Cuando mi mano regresó, en ella sólo había un billete de veinte que solté sobre la barra. Me fui sin decir palabra.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Muertos como bocadillos mientras el tiempo pasa

Aburrido y con el optimismo de un condenado a galeras, decidí cambiar una hamburguesa traída en patera por un güisqui y unos panchitos revenidos en El Hormigón. Era pronto, imposible que Fran hubiera levantado el cierre, así que opté por dar una vuelta. Caminé sin rumbo hasta perderme; de día no hay gatos pardos, la única especie en la que soy capaz de diferenciar a sus componentes. Cuando empezaba a pensar que no comería nada hasta la hora de la cena, oí una sirena. Mi primer impulsó fue correr, pero al llegar a la primera esquina recordé que mi última visita a la cárcel era tan reciente que aún no había motivo para la huida. Di la vuelta y me dirigí hacia el sonido buscando algo que me animara el día. Un pequeño grupo de personas me señalaba el lugar adonde dirigirme. Hacía calor y, con las prisas, llegué resoplando. Me hice sitio con los codos. No pasar, rezaba la cinta plástica de la policía. Desde esa atalaya privilegiada observé un cadáver envuelto en un plástico color aluminio.

—Cómo han cambiado los tiempos —le dije media hora más tarde a Fran.

Él me miraba mientras me servía el segundo güisqui y el primero ya había caído por mi gaznate devolviéndome la vida.

—Antes a los muertos los tapaban con una manta carcelaria, las mismas que daban en el servicio militar.

—¿También se las daban a los prófugos?

No tenía yo humor para cuestionar el del barman, así que le perdoné la vida con una mirada y seguí a lo mío.

—Siempre me pareció una falta de respeto cubrir al muerto con algo que produce un picor insoportable, es como si ya no te importara. Ahora es distinto; le empaquetan como a un bocadillo de jamón.

—¿Y eso es más considerado?

—Pues no lo sé, pero al menos le ahorran los picores.

Cerca del bocadillo se arremolinaban varias personas, unos con uniforme policial, otros de paisano y además estaban los enfermeros de la innecesaria ambulancia. Todos charlaban, miraban al suelo, esperaban, imaginé que al juez que tenía que levantar el cadáver. Entre los espectadores empezaron a circular los rumores: habrá sido un ajuste de cuentas, seguro que es un robo, un infarto. Un cura aseguraba que era el castigo a un adulterio y un tipo con pinta de cenizo, que el fiambre había resbalado, golpeado la cabeza con una papelera colocada en un sitio estratégico y ¡zas! ¡Maldito Ayuntamiento!, gritó alguien.

Una ráfaga de viento levantó el plástico que cubría el bocata, apareció una capa roja y un casco militar antiguo; el cadáver estaba disfrazado de soldado romano. Un «¡oh!» se apoderó de la calle. El gentío se animó y con él mi vida. Entonces llegó ella. Los policías la saludaron y no vi que llevara ningún fonendo; así que supuse que era una inspectora y, si no la conocía, debía de ser nueva en la ciudad. Vestía un pantalón vaquero que hacía funciones de segunda piel y una camisa negra. Llevaba el pelo recogido como una gavilla de trigo en el verano, sus ojos eran más grises que el cielo de otoño y la piel del color del azúcar de caña.

—Es la mujer más atractiva que he visto nunca.

—Jamás falta una mujer. Y cuanto más bella más dolor.

Afuera llovía y yo había descendido otra vez las escaleras de El Hormigón para esperar que escampara. Fran barría el local con desgana.

—Puede ser. Deja la escoba y sírvenos la espuela. Invitó yo.

Fran ignoró el tono beodo de mis palabras, apoyó la escoba en el mostrador y pasó al otro lado.

—Va a ser una noche muy larga.

Durante varias semanas la busqué por las comisarías. Los policías se sorprendían al verme aparecer por allí voluntariamente. Ni rastro. No sabía qué hacer ni cómo localizarla, pero no me hacía a la idea de perderla para siempre. Mi vida se volvió aún más oscura.

Una mañana, oí de nuevo la sirena de la policía. Dejé en el mostrador la cerveza que tenía a medio tomar y eché a correr sin pagar la consumición. Llegué sin aire, excitado por la carrera y por la posibilidad de verla de nuevo. Allí estaba la cinta policial delimitando la zona y el bocadillo. También había un coche con un bollo en el capo y los faros rotos. Ella no llegó.

Pasó el tiempo y el recuerdo de nuestro encuentro no se borraba. Nunca pensé que podría enamorarme de una inspectora de policía; el amor es muy raro. Necesitaba un asesinato, que alguien dejara este mundo de forma violenta para que ella viniera a mi encuentro, para verla y disfrutar de su estampa.

—Quizá eso me bastara.

—Eres el tipo más raro que frecuenta este infierno y, créeme, eso es mucho decir.

No estuve muy seguro de que Fran hablara para mí, pero no me apetecía discutir con él. Le dejé alejarse a servir una mesa llena de marineros tatuados con aspecto de acabar de desembarcar de una novela de Álvaro Mutis. Berta aguantaba con una sonrisa los lascivos requiebros que la dirigían varios de ellos mientras les servía un surtido de todas sus mercancías. En la espera, terminé las patatas rancias que acompañaban aquella noche al güisqui.

Fran regresó, no había olvidado que tenía pendiente ponerme otro güisqui; no deja de sorprenderme el profesional que se esconde debajo de su aire despistado. Antes de preguntar, le estudié mientras echaba un par de cubitos más en mi vaso y luego lo rellenaba de licor con parsimonia. As time goes by sonaba de fondo. No recodaba desde cuando había vuelto la música a El Hormigón.

—¿Conoces alguna tienda de disfraces bien surtida?

Dos días más tarde me encontré en medio de otro tumulto. Esta vez yo llegué antes que la sirena; ella, a los cinco minutos. Descorrió la cremallera del bocadillo y todos pudimos ver a otro hombre con capa, pecho metálico, espada y casco; otro soldado de la época de Cristo. Estaba preciosa con el pelo suelto. Pensé que el cambio de peinado se debía a mí.

—La he vuelto a ver. Está todavía más preciosa.

Fran hizo ademán de hablar, pero una rubia de bote le llamó desde el otro extremo de la barra. Tonteaba con uno de los habituales, imaginé que había logrado engañarlo para que le pagase una copa. Hacía calor, el verano parecía más tórrido que nunca y el humo del tabaco era el único aire acondicionado de El Hormigón.

En seis meses tuvimos trece citas más, todas acompañadas de bocadillo y de un grupo de gente que cada vez se sorprendía menos al ver a los soldados romanos. Pero ella seguía sin prestarme atención, sólo alguna vez se cruzaron nuestras miradas y sentí un escalofrío en el cuerpo. Pero como el tiempo todo lo cura, comencé a notar su desinterés por nuestra relación al octavo bocadillo y yo lo perdí por ella al undécimo. Regresé a mi vida anterior.

—¿Por qué no pones un poco de música?

Le pregunté una noche a Fran.

—Sólo tengo un disco.

—Es igual, me gusta eso de que el tiempo pase, todo lo hace. Ya no estoy enamorado.

Me pareció que Fran sonreía, aunque nunca se puede estar seguro de qué significan sus gestos.

—Entonces, ¿se acabó todo?

—Sí, ya estaba cansado. Matar no me cuesta y no me importaba el dineral que me estaba gastando en disfraces; pero ni te puedes imaginar lo agotador que es vestir a un muerto.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Sinceridad, solidaridad y buenos alimentos

Había quedado en encontrarme con Joe en El Hormigón, pero, cuando me saludó poniendo su mano en mi hombro, me sobresaltó tanto que al cruzarse nuestras miradas en la mía había asombro y en la suya el pánico que le causaba verse encañonado por mi Browning. Era tan insólito que un tipo como Joe se sentara a tomar una copa en un antro semejante a éste que se me había olvidado la cita.

Joe y yo nos criamos juntos, fuimos juntos a la escuela, al instituto y a la universidad; ahí se acabaron las coincidencias. Ahora nuestra extraña amistad consiste en invitarme a comer en restaurantes en los que, de no ir con él, no me dejarían ni entrar de camarero.

—Disculpa, es la falta de costumbre.

Fran se acercó, rellenó mi vaso y le sirvió un güisqui a Joe que nadie le había pedido. Joe dio un trago y puso una indescriptible cara de asco.

—Estoy hecho una mierda.

—No te preocupes, es el güisqui, no estás acostumbrado a beber veneno del hospicio.

—No lo decía por la bebida, pero tienes razón en algo; jamás me atrevería a llamar a esto güisqui. Si un día se equivoca un escocés y baja esas escaleras —señaló—, aquí ocurrirá una desgracia.

—La desgracia la tendría él —contestó Fran, inmiscuyéndose en la conversación.

—¿Y a ti…?

Joe tropezó con la mirada de Fran y decidió dejar la pregunta inconclusa.

—Joder, que carácter tiene el barman —me dijo a mí por lo bajo cuando Fran se dio la vuelta para dejar la botella en un estante y coger otra de distinto destilado alcohólico.

—No es mal chico. Un poco cabrón, sí, pero no mal chico.

Fran se volvió a mirarme. En mi tono había guasa y en mi cara una sonrisa. Por si acaso, vigilé sus movimientos y no me relajé hasta que dejó la botella sobre el mostrador.

—Recuérdame lo que piensas la próxima vez que tenga que fiarte o estés metido en un lío.

Mientras hablaba, Fran se agachó, sacó unos botellines del cajón frigorífico, los dejó sobre una bandeja, los acompañó de vasos con hielo, colocó a su lado la botella y salió de la barra para servir una mesa.

—Anda, vayámonos a cenar por ahí. Pago yo.

Sobraba la aclaración.

—Ayer fui a comer con Laur.

Estábamos sentados junto a una ventana. Desde allí, la dársena deportiva tenía el tamaño de un acuario, las luces del puerto parecían luciérnagas prendidas con alfileres que luchaban por escapar sin lograrlo y los coches dejaban caducas líneas de colores sobre el asfalto. El restaurante de aquel hotel estaba tan alto que, si a Dios le daba por estornudar, nosotros pillaríamos un constipado.

Laur era una compañera de la universidad, la más lista, pero a ella no le interesaba el dinero. Hubo una época en la que los dos peleamos por ella; yo creí haber ganado. Que Joe comiera con Laur no tenía nada de especial, ni siquiera aunque llevase más de diez años casado, con otra.

—¿Y?

—Que estoy hecho una mierda.

Era la segunda vez que salía con aquello. De camino, en el taxi que habíamos utilizado para desplazarnos desde El Hormigón, la conversación había tomado otros derroteros. Él me había preguntado por mi vida y yo por la suya, y los dos habíamos contestado con banalidades y frases vacías, como debe ser entre dos viejos amigos que desean seguir siéndolo.

—¿Qué pasa? —pregunté, porque sabía que si no lo hacía él no pasaría de esa frase.

—Mi mujer me engaña.

No veía porque eso tenía que ser un problema, ni tan siquiera tenía claro que el engaño no fuera parte indispensable de cualquier matrimonio. Preferí un comentario menos comprometedor aunque no menos cierto.

—No soy un buen consejero sentimental. Pedirme a mi consejo sobre cómo tratar a las mujeres es lo mismo que buscar consuelo en un sepulturero.

—Ya, por eso invité a comer a Laur en lugar de llamarte a ti.

—Pero, por lo visto, tampoco funcionó —dije algo resentido.

Mientras hablábamos, los dos ojeábamos la carta. Yo lo hacía sin interés; en nuestras citas, Joe es siempre el que elige la comida y el vino. Me ahorra un esfuerzo y garantiza que no me equivocaré. El metre tomó nota de los platos que Joe le dictó y un sumiller intercambió con él impresiones sobre el vino más adecuado para el menú. Tras el ritual de cata y la aparición del primer plato, Joe cayó en uno de sus mutismos.

—Se acuesta con otra mujer.

—El vino está muy bueno, pero creo que ahora necesito un güisqui.

Aún faltaba el segundo plato y ya nos habíamos bebido una botella, pero aquella nueva confesión me había puesto nervioso y me apetecía algo más fuerte. Joe hizo una señal al camarero y pidió dos bourbon. Después de mediar el mío, que nada tenía que ver con el desinfectante que servía Fran en El Hormigón, pregunté:

—¿Qué hay de especial en que sea una mujer?

—Joder, eso mismo dijo Laur.

No sé si me preocupó más oírle decir un taco o que Laur y yo opináramos lo mismo de algo.

—Hasta tú deberías ver la diferencia —siguió—. Si fuera un hombre podría partirle los morros o encargar a un tipo como tú que le metiera una bala en la cabeza; pero con una mujer...

—¿Eso fue lo que le dijiste a ella? Imagino la respuesta que te dio.

—No la hubo... respuesta, me refiero. Ella se quedó en silencio, mirándome, y yo le pedí su opinión, puse en la mesa la duda que llevaba días bailando en mi cabeza, la que ha seguido allí hasta esta mañana. «No sé si lo adecuado es que le diga a Mer que le pida a su amante que se venga a vivir con nosotros o si debo seguir como si no supiera nada», le dije.

—¿Y qué te contestó?

—Nada, así que yo interpreté que no había entendido, que no comprendía cuál era el problema. Un problema sencillo; sabía que tenía una amante pero no quién era. Si le pedía a Mer que la invitara a vivir con nosotros, siempre era posible que no nos cayéramos bien.

—Ya, nunca se me habría ocurrido verlo desde ese ángulo.

Joe me miró, hubiera jurado que buscaba ironía en mis palabras. Como mi cara parecía una lápida carente de emociones, siguió:

—Y, por otro lado, me preocupaba que a Mer le molestara saberse descubierta; que nos pillen en falta no es agradable.

Ahora fui yo el que busqué sus ojos; no me pareció que aquello fuera una broma.

—¿Y qué te dijo Laur?

—De entrada nada. Nos pusieron la comida y, ya sabes, a mí no me gusta hablar mientras como. Cuando se come hay que disfrutar de lo que haces.

No me molesté en preguntarle qué coño hacíamos nosotros dejando que se enfriara la merluza del segundo plato. Pareció comprenderlo él solo y se puso a comer sin decir una palabra más. Le imité.

Con los cafés, pedimos otros dos güisquis. Mientras bebía el primer trago, observé cómo un trasatlántico abandonaba el puerto. En la distancia, parecía una maqueta iluminada.

—Luego nos trajeron el postre —siguió como si la comida hubiera sido una breve interrupción—, yo tenía prisa, me esperaban unos clientes, así que quedamos en vernos otro día. Esta mañana me envió un correo electrónico.

—Tienes suerte, a mí no podría haberme mandado nada, no tengo ordenador ni sé cómo usarlo.

Joe me miró un instante. Si en lugar de él hubiera sido otro, yo habría buscado mi Browning. Con él me limité a sonreír y preguntar:

—¿Qué te decía?

—Bueno, se disculpaba por no haber sido de mucha ayuda. Luego me explicaba que no creía que fuera una buena idea, la de invitar a la amante de Mer a vivir los tres juntos.

Sacó un trozo de papel de un bolsillo, lo desdobló y me lo dio por encima de la mesa.

—Éste es el mensaje.

Leí:

«Joe, no quisiera pero nuestra amistad me obliga a ello. No me parece buena idea ésa de pedirle a Mer que invite a su amante a vivir con vosotros. Seré sincera, hace tiempo viví contigo y me resultaste insufrible como compañero de cama, y si sólo se trata de seguir como amigos, prefiero que continuemos cada uno en nuestra casa».

De haber recibido un mensaje similar, yo también hubiera estado hecho una mierda, pero no dije nada; no me pareció oportuno mostrar tanta solidaridad.