viernes, 29 de mayo de 2009

La rama culta del Hare Krishna, el auténtico tiramisú, la bibliografía y algo de Göering escondidodo en el texto

—Hola, Fran.

—¿Qué haces levantado a las tres de la tarde?; ¿sufres sonambulismo?

No le contesté, si te ahogas en el mar de desamparo que produce que te abandonen simultáneamente dos mujeres lo mejor es tacañear con el oxígeno. En lugar de hablar, paseé la mirada por el local. Con la claridad del día, el bar era un cadáver macilento lleno de cicatrices. En un rincón, duplicados por un espejo y bajo un foco que proyectaba una luz más estridente que un hip hop, media docena de mujeres se arremolinaban entorno a una mesa presidida por la reencarnación del último lama.

—¿Qué vende el azafranado?

—Literatura y alimento para el espíritu, supongo.

—¿Desde cuándo El Hormigón cobija la rama culta de Hare Krishna?

Fran apoyó con desgana un vaso sobre la barra y, suspendido el gesto de verter el güisqui sobre los cubitos de hielo, me miró por un instante. Que Fran deje de parpadear no es un buen augurio. En un acto reflejo, tensé todos los músculos y busqué bajo mi chaqueta. Pareció pensárselo mejor, inclinó un poco más la botella y, mientras el líquido ámbar se derramaba por el gollete, contestó:

—Aún no se ha descubierto cómo vivir del aire, ni siquiera del humo del tabaco. Durante el día por aquí no cae nadie; no vendo ni alcohol para las heridas. Ya sabes lo que se dice, trabajando en los límites se revela el maestro. Ellos pagan el alquiler.

La sonrisa helada de Fran, y que empujara con suavidad el vaso hacia mí, me relajó.

—Deberías despedir a Srila y darles tú las clases de poesía.

—No tientes a la suerte.

Una de las mujeres hizo un gesto y Fran respondió como un perrito faldero. Le observé mientras se acercaba solícito a la mesa con una libreta en la mano y el lápiz sujeto en la oreja derecha, me pareció más ajado, más encorvado; otra víctima colateral del exceso de luz. Su cabeza fue moviéndose en dirección a cada una de las mujeres al tiempo que tomaba nota. Por último, se dirigió al gurú, y tras una última anotación y visual vuelta al ruedo, regresó a su puesto tras la barra.

—¿Sedientos?

La pregunta era estúpida, pero estaba aburrido, no quería pensar, y a excepción de Fran, no tenía nadie con quien hablar para mitigar el sufrimiento que me producía cualquiera de las otras dos circunstancias.

—Y hambrientos; también quieren que les prepare un tentempié.

—Eso está bien, ¿no?

—Lo estaría si alguna vez hubiera aprendido a cocinar o tuviera en el bar algo más que las rancias patatas fritas y los panchitos revenidos que sirvo cada noche como compañía del güisqui de garrafón. Esta gente no es como vosotros.

Fran siempre ha sido sincero y supuse que ese nosotros abarcaba a la fiel clientela que víspera a víspera nos suicidábamos en el local con lentitud estudiada.

—¿Tienen prisa?

—No sé, no se me ha ocurrido preguntar, no tener nada con lo que rellenar el genérico «algo de comer» me ha parecido suficiente problema. ¿Tiene importancia?

—El primer síntoma de mi depresión, el que nace de forma inmediata a cada uno de mis fracasos amorosos, es un impulso irrefrenable de cocinar. En la nevera tengo tiramisú para un regimiento. En menos de diez minutos puedo estar de vuelta con una fuente repleta. Es dulce, pero es comida; a buen hambre…

—Dejá de palabrería, o es un cuento, o no lo es. Vaya empeño tenés en que todo valga. A ver, ¿en qué te apoyás vos?

Me pareció que no era el momento oportuno de seguir repartiendo comida; pero, aun a riesgo de recibir un zarpazo, serví una generosa porción de tiramisú en un plato y la puse con cuidado delante de la mujer, sobre la mesa.

—Sencillo, querida. —El gurú permaneció erguido, como si levitase sobre el asiento, imperturbable—. Mi opinión se sustenta en la perceptible realidad y en las ideas de otros muchos, otros más sabios; Chéjov, Vila-Matas, Piglia, Cortazar. Todos coinciden en que el cuento moderno se caracteriza por la falta de resolución explícita. Eso si admiten encasillar al género, cosa a la que varios se niegan de forma rotunda, Cortazar entre ellos. Además, querida —percibí cierta sorna encubierta en el apelativo repetido—, no olvides que Chéjov dijo que cuando uno ha terminado de escribir un cuento debería borrar el principio y el final.

—¿Y dónde se afirma todo eso? Bibliografía; autores, títulos, ediciones, pruebas, eso es lo que yo quiero; bi-blio-gra-fí-a.

Pensé que, si aquella mujer se ponía así por un quítame allá un no sé qué en un cuento, ¿cómo se pondría en una discusión amorosa? Mejor no averiguarlo. Además, cada uno tenemos nuestros demonios, y yo, entre borrachos, golfos, ladrones y psicóticos me muevo como el hielo en el güisqui, pero es oír hablar de cultura y quito el seguro de mi Browning.

En la mesa se hizo un silencio tenso; todas las mujeres tenían los ojos clavados en la túnica azafrán del maestro y él miraba con los suyos a un indefinido punto situado más allá de la luna orinada que colgaba frente a él, que en su día sirvió para fingir amplitud en el tugurio. Aproveché la tregua para acabar de servir las raciones de tiramisú y regresar a la barra.

—Vaya carácter —le dije a Fran mientras dejaba sobre el mostrador la fuente vacía y apuraba el güisqui que había quedado en el vaso a mi marcha, del que ya habían desaparecido los cubitos de hielo.

—Mujeres, qué te voy a contar a ti.

—¡Oiga, usted!

Me volví atraído por el grito. La misma mujer que antes se empecinaba en pedir explicaciones agitaba un brazo en mi dirección. Deduje que su intención era llevarme de vuelta a la mesa. Me acerqué.

—¿Me hablaba a mí?

—A quién si no. ¿Usted llama a esto tiramisú? —Como por encanto, había desaparecido su acento.

—Por supuesto, señora, el mejor que jamás haya usted probado; desciendo del mismo Casanova.

—¿Y dónde está el mascarpone?

—Desde luego no en el tiramisú, eso puedo asegúraselo. Ahí no encontrará nada que no sea huevo, azúcar, bizcochos savoiardi, café expreso y cacao en polvo.

Ya me estaba hartando de tanta impertinencia. De letras entiendo una mierda, pero no estaba dispuesto a tolerar idioteces sobre mis artes culinarias.

—Pues esto no es tiramisú ni nada que se le parezca; sin mascarpone no hay tiramisú. Hasta un cretino como vos debería saber...

No le dio tiempo a terminar la frase, los dos disparos de mi Browning volcaron la silla y la dejaron a ella patas arriba, en una posición ridícula y con dos lunares granates sobre la blusa blanca. Al resto de los comensales los dejaron mudos de sorpresa, con cara de pánico y quietos como estatuas, como se supone que se debe estar ante un felino mal alimentado.

—Joder, ¿por qué has hecho esto?

Fran me habló desde mi espalda. Al volverme, descubrí que en su cara había una mezcla de resignación y cierto fastidio; a nadie le gusta que le espanten la clientela y a aquella rama de su negocio no era difícil augurarle un pobre futuro.

—A mi primo Matteo, que en verdad no es mi primo, pero que sabe de cocina italiana más que el mismismo Alberini, le costó años de trabajo y trasnoche averiguar la verdadera receta del tiramisú; con esta receta hemos combatido los dos no pocas resacas. No iba a tolerar que cualquier come tintas denostase la genial formula que Filippini elevó al olimpo desde los prostíbulos de Treviso.

Fran me miró un instante, suspendido de nuevo el parpadeo. Yo apreté la culata del arma que aún empuñaba. Luego, con el gesto relajado, él paseó la mirada por los que ya sabía que dejarían de ser sus clientes y, a continuación, habló dirigiéndose al maestro, aunque el mensaje fuera para todos los presentes.

—Bueno, ustedes es mejor que me paguen las consumiciones y se marchen antes de que venga la pasma, si es que viene. Ya nos encargaremos nosotros de justificar esto. —Señaló el cadáver.

Cuando la túnica azafrán desapareció de nuestra vista precedida del resto de mujeres, Fran recogió un puñado de billetes de la mesa y habló de nuevo:

—Anda, ayúdame a sacar a la tía esta al contenedor de basura y luego limpiaremos; lo has puesto todo hecho un asco. Al menos ella no podrá quejarse del final de su historia.

Como me ocurre a menudo, Fran me sorprendió; nunca hubiera imaginado que él estuviera atento a una discusión literaria.

domingo, 24 de mayo de 2009

Viejas amistades fugaces como el amor

 —Ella ha vuelto. Vuelve tú —me dijo Fran desde el otro lado de la línea a modo de telegrama.

 Quizá se quedaba sin clientes o puede que fueran ganas de joder, pero el mensaje bastó para, tras un mes de ausencia, acomodarme de nuevo en un taburete de El Hormigón a esperarla durante horas.

Lo nuestro había sido fugaz, como ella misma me susurró una noche desde su desnudez:

—Cariño, esto será breve. Separarnos es el error más grande que cometerá nuestra lujuria, pero juntos no llegaríamos muy lejos.

Las mujeres jamás se equivocan cuando leen en la niebla de tus ojos los segundos que te quedan a su lado.

Nos habíamos conocido dos años antes, en una universidad privada: yo intentaba asesinar al rector y ella era su secretaria.

—Necesito verle, es urgente, asunto de vida o muerte —dije.

Es igual, por mí se puede morir hasta el mismo rector, pero si no tiene cita no pasa.

No hubo manera de convencerla, tuve que esperar todo el día en el aparcamiento para cumplir el contrato y meterle a al viejo engreído dos balas de nueve milímetros antes de que le concedieran el premio Cervantes; había un candidato mejor. Lo bueno fue que después del velatorio, quizá por efecto de la pérdida, conseguí llevármela a la cama.

Fue el mes más corto de mi vida. Yo aporté a la relación sexo, El Hormigón y noches en vela. Ella incluyó en mi vida libros de poesía, exposiciones de pintura, cine alternativo, jazz, cenas comestibles, algún amigo despistado y otras cosas que ya no recuerdo, y cariño, mucho cariño.

Después me dejó tirado e hizo lo que tenía pensado desde hacía un año: volar en dirección a Australia. Ella se largó a buscar canguros y yo me quedé adosado a una barra sucia y aguantándole la charla a un barman aficionado a la psiquiatría. Para no echar a perder mi reputación de tipo frío, me guardé mis sentimientos en cubitos de hielo y me callé que estaba loco por sus curvas, sus maneras, su risa y que mis labios añoraban sin remedio su piel morena; que, simplemente, estaba más enamorado que un burro.

—¿Por qué no hablaste con ella? —me preguntó Fran mientras secaba un vaso que más necesitaba repetir el baño.  

—Si me confieso y se va igual, ¿cómo me sentiría?

—No lo sé, pero lo habrías intentado —espetó mientras miraba de reojo a un borracho que dejaba caer a cámara lenta la cabeza sobre la barra—. Ése ya no bebe más hoy —sentenció—. Eso le pasa por empapar las heridas en el alcohol equivocado.

Ya lo he dicho: volví a El Hormigón tras la llamada telefónica. Cuando llegué a la barra, me esperaba un güisqui de garrafón con el sabor de mi desgracia. Lo apuré de un trago. Con la segunda copa Fran me ofreció una sonrisa y una pregunta cargada de mala leche.

—¿Cuánto vas a esperar?

—¿Cuánto crees tú que debo hacerlo?

Mi mano buscó las cachas de la Browning y la mueca de mis labios era más expresiva que las palabras.

—Lo justo para que tu ego no acabe muerto, colgando de tu estupidez.

Fran es un sabio, y si la conociera, sería un hijo de mala madre.

Dos horas más tarde, me eché al coleto el resto del líquido que desinfectaba el vaso que tenía enfrente, hice un gesto de despedida con la mano y caminé hacia la puerta; todavía tenía la esperanza de que ella apareciera en ese mismo instante.

En la calle me sentí como un idiota, un romántico, un imbécil que mide su felicidad en proporción directa a su desgracia. Para que todo fuera perfecto, solo me quedaba sumergirme en una bañera en compañía de un par de cocodrilos.   

Regresé noche tras noche a El Hormigón, hasta que me cansé de esperar junto a la barra. De vez en cuando algún conocido afirmaba haberla visto: de compras, en el cine, en la playa o en ciudades en las que nunca había estado. Yo no la busqué; o volvía empujada por el viento de la nostalgia o era mejor que no lo hiciera.

Y no lo hizo, fue el destino despiadado, o la mala baba que se gasta la vida, lo que nos juntó de nuevo: salí a fumar en el descanso de una obra teatral —me habían encargado eliminar al primer actor, cosas de la promoción— y ella se apoyaba contra un muro con un pitillo enganchado en la boca.

Treinta minutos más tarde hicimos el amor como si el tiempo no hubiera arrugado nuestra alma. Luego, el sol borró las sombras y, aún desnudos, llegó lo inevitable:

—Sólo somos amigos.

—Lo sé  —dije—. ¿Cuándo te volveré a ver?

—Dentro de diez años, imagino. Es lo que pasa con los viejos amigos.

Sonrió.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Una vida corta e interminable

En realidad la vida no es tan corta; se hace interminable desde el momento en que dejas de soportarte a ti mismo. No hay nada más improductivo que odiar a un tipo al que siempre ves en el espejo, alguien al que ni siquiera puedes dar una patada en los genitales. A pesar de todo, hay gente así, que se pasa una larga vida flagelándose. Como el tipo rubio; todos lo pensábamos.

No sé su verdadero nombre, algunos le llamaban Cero, quizá porque nadie mostró el mínimo interés por él mientras estuvo vivo y se pasaba los días en la parte izquierda de la barra, en silencio, bebiendo y emborronando servilletas de papel. La noche que apareció su cuerpo en el callejón con cinco agujeros de bala, el bolsillo de su gastada chaqueta rebosaba bolas de papel; servilletas apelmazadas y pintarrajeadas con textos y dibujos extraños. El cadáver lo recogió el servicio funerario del ayuntamiento, los papeles los heredamos los clientes de El Hormigón gracias a las manos largas de Jhony. Fran, que cuando llegamos rellenaba una botella irrellenable de Etiqueta Negra con una jeringa, se encargó de planchar aquella maraña de celulosa. No le gustó, pero al fin y al cabo, todo había salido de su local; incluido Cero.

Nos organizamos en dos grupos y nos repartimos los papeles. Intentábamos averiguar qué había escrito Cero con tanto secreto. Sabíamos del odio que se profesaba porque a veces se cortaba las manos con la navaja que cargaba siempre, se pillaba los dedos en las puertas e, incluso, una noche saltó desde encima de la barra; según él, para suicidarse golpeándose la cabeza contra el suelo. Para su desgracia, todo quedó en una jaqueca de órdago.   

En las servilletas no encontramos nada delictivo ni la descripción de un atraco ni la confesión de un asesinato; demasiado pusilánime para eso. Tampoco era su testamento, no había nada que repartir; ni los gusanos que lo devorarían bajo tierra discutirían por su mejor bocado. Allí, en aquellos papeles recién planchados, se narraba la historia de un amor pretérito, perdido. Después de todo, Cero no estaba loco, sólo enamorado. Aquello lo humanizó ante nuestros ojos, lástima que no estuviera presente para pasarle el brazo por encima del hombro y compadecernos de él entre vaso y vaso de güisqui de garrafón. La vida, larga o corta, nunca da segundas oportunidades.

La mujer de las servilletas vivía a seiscientos kilómetros; en otra ciudad, en otro mundo. Se habían conocido en una exposición de pintura, cerca de la catedral, en la ciudad donde la lluvia humedece el alma con una nostalgia enfermiza, donde las piedras se cuentan chismes milenarios y el cielo es de plomo. Se encontraron frente a un cuadro sin sentido que él inventó comprender para pintar con la sonrisa de ella la estancia. Sin proponérselo, bailaron sevillanas junto a una de las puertas traseras del templo. Las estrellas, sorprendidas, iluminaron sus pies. El tiempo corrió, pasaron amores fugaces como nubes de verano, hasta que mucho después, la noche en que los Reyes Magos regalan sueños, su presente fue un puñado de suspiros compartidos y escuchar el silencio del otro. Luego vino un adiós y un muro de distancia entre ellos.

A partir de ahí la historia se vuelve confusa; Fran no opina, Jhony dice que no entiende nada y yo me callo lo que sé, porque en el desamor estoy doctorado. Sólo estamos de acuerdo en que Cero era un pobre tipo enganchado al amor, y que por ello, quizá el mundo aún tenga solución.

Estoy seguro de que volvieron a verse, lo hicieron hasta que ella terminó descubriendo lo que él ya sabía de antes: que regresaba impulsada por la misma necesidad que lleva al ciclista a surtirse de agua en un avituallamiento; para reponer líquidos. Antes de asistir al triste espectáculo de ver a Cero hecho pedazos por tanto dolor, ella acabó con la relación confirmando que el pecho de una mujer es más frío que el Polo Norte. Él entró en barrena como un pájaro al que le quiebran las alas en pleno vuelo. Un hombre así no quiere morir, sólo dejar de recordar, y para eso no hay mejor narcótico que la muerte.

Luego de leer en una servilleta cien veces la misma pregunta, ¿por qué despertar?, en la siguiente se explicaba todo. Le pagó a un desconocido por matarle, a uno de ésos que no necesitan incentivos para liquidarte por el simple hecho de tropezarse con tu mirada en un callejón oscuro, a la salida de El Hormigón. Aquel tipo, con el mismo remordimiento que cualquiera siente al pisar una cucaracha, le metió a Cero en el cuerpo cinco balas de nueve milímetros con una Browning.

A ella la conocí en el cementerio, caminaba como una diosa bajo una insistente llovizna. Una cara perfecta sobre una columna griega, tan alta que en vida del finado debió de sacarle un palmo, casi la cabeza si calzaba aquellas botas negras que se perdían por debajo del vestido del mismo luto riguroso. Era tan impresionante que hasta los deudos de otros duelos se volvieron a su paso. Aquel día, mientras un desganado sepulturero echaba paletadas de tierra sobre el ramo de rosas rojas que ella, imperturbable, había depositado un instante antes sobre el ataúd de Cero, comprendí que no es necesario odiarse a sí mismo para que la vida se torne interminable, basta con amar sin ser correspondido.

lunes, 11 de mayo de 2009

Tan entrada la noche que amanecía

Estaba tan entrada la noche que amanecía. Sentado en un taburete, al final de la barra, masticaba una mezcla de todo lo que la sombras nocturnas me habían traído: el sabor pastoso de un montón de conversaciones insípidas, vapor humano mal escondido detrás de perfume barato y alcohol servido con desgana por Fran, que aquel día andaba con el sentido del humor colgando por el cuello de la rama de un árbol muerto. A mi lado dormitaba una mujer con los ojos abiertos. El instinto del furtivo me espoleó; pero me contuve. He terminado jornadas nocturnas en camas extrañas y con mujeres más extrañas si cabe, pero en una visión, en un segundo de un futuro hipotético, me vi desnudo junto a aquella señora y deseé estar en otro lugar. Morir despellejado se me antojaba más interesante que sacarme la ropa para acostarme con ella. Eché un trago. Posé el vaso vacío sobre el mostrador y dejé bajar el líquido lento por mi garganta, era el último. No me quedaba más dinero y la idea de que Fran me invitara me parecía tan lejana como las naves que ardieron más allá de Orión o de dónde coño hablara aquella canción que no paraba de rondarme por la cabeza. Cerré los ojos. Una voz femenina me sobresaltó:

—Pon otra ronda, ésta la pago yo.

Regresé de mi ensoñación y, al levantar la cabeza, la sonrisa de la mujer me golpeó el rostro con su desvergüenza desdentada. Me giré en busca de los demás clientes; no había nadie más. Fran barría el local de colillas, servilletas arrugadas, otros restos dispersos y polvo acumulado de varios lustros. Deseé estar de cuerpo presente lo justo para morirme.

—Gracias, he bebido suficiente por hoy.

—Anda, no seas malo, que he tenido muy mala noche.

Me pareció que la mujer movía los labios como movería la boca un pez fuera del agua.

—No tengo dinero.

Me excusé para dejar claro que no podía, aunque quisiera, que no quería, tener nada con ella. Fran, que ya se encaminaba de vuelta a la barra después de dejar la escoba y el recogedor detrás de mí, giró sobre sí mismo para volver a su trabajo de barrendero.

—¿Adónde vas? —le espetó la mujer—. Deja de limpiar y pon dos copas más. Si me da media hora, haré que este tío se enamore de mí.

Me pareció ver una sonrisa en la cara de palo del barman, luego miré a la mujer e intenté contenerme; los que me conocen saben que hay cosas que me superan.

—Cariño —le dije— tú me gustas, pero decidí no volver a enamorarme el día en que los orgasmos de mi último amor comenzaron a parecer telegramas enviados desde los brazos de otro.

—¡Pobre hombre! Has sufrido por una mujer —dijo ella entre risas.

Luego, cuando ya creía que terminaría por compadecerse de mí, en un repentino cambio de humor, escupió:

—¡Cabrón! No seas condescendiente conmigo. Si no te gusto, lo dices y en paz.

La sorpresa me hizo abrir un poco más los ojos y enarcar una ceja. Me quedé en silencio y sentí el cálido vaho del alcohol, que salía de aquella boca desdentada, y abrazaba mi dolorida cabeza.

Entonces entró aquel tipo. No hizo ruido, llegó con el sigilo de una pantera y el hambre de dinero que da la necesidad de un chute. Por todo saludo, nos insultó salpicando de saliva el suelo recién barrido. Tenía en la mano una pistola pequeña. Me fijé bien porque me pareció de juguete, pero como no estaba seguro decidí esperar. Le exigió a Fran que vaciara la caja. No era del barrio; nadie en su sano juicio entraría en El Hormigón a robar. Fran no se movió, bajó apenas la vista y yo entendí. Con disimulo, sin dejar de mirar la cara de aquel pobre infeliz, agarré el recogedor que tenía a mi espalda y le golpeé el rostro. El puñado de polvo acumulado en el recipiente le entró en los ojos y aproveché su ceguera para echar mano de mi Browning y propiciarle un culatazo con tan buen tino que le destrocé la oreja. Mientras, Fran metió las manos debajo de la barra y sacó una recortada. Cuando el tipo logró abrir los ojos y pasó a ocuparse de la sangre que le manaba de la oreja medio desprendida, descubrió que el barman le apuntaba al pecho.

Durante un segundo pensé que Fran no lo haría y al siguiente vi volar por los aires cuarenta kilos de despojo humano ante el estupor de la mujer que estaba a mi lado. Yo todavía tenía el recogedor en una mano y con la otra sujetaba la Browning por el cañón. Antes de darme cuenta, Fran ya estaba colocando la escopeta en su sitio y la mujer lloraba con la cabeza escondida entre los brazos.

—Idos de aquí —ordenó Fran—, yo me quedo a limpiar.

Guardé el arma, acogí el cuerpo de la mujer entre mis brazos y salimos a la calle. Ella no dejaba de llorar, hablaba pero no era capaz de entenderla. Entre lágrimas, jadeos y suspiros sus palabras eran susurros en el fondo de un pozo. La senté en el callejón, junto a la puerta trasera de El Hormigón. Estuve tentado de dejarla allí, no era una buena noche para adopciones; quizá otra con mejor humor, pero no aquélla. Se fue calmando y la arrogancia que exhibió en el bar se transformó en lastimera sorpresa.

—Nunca había visto nada igual —dijo mientras se limpiaba la nariz con una servilleta de papel—. Sois un par de animales; que arte os dais para destrozar una vida.

—No ha sido nada, cariño —aclaré—. Conozco gente que con el aceite de una lata de sardinas y un puñado de polvo acumulado en una ventana sucia sonrojan las mejillas de la mujer que aman con más arte que el mismísimo Rembrandt. Eso sí es ser bestia.

Por un instante no dijo nada, se limitó a limpiarse la última lágrima mientras me miraba como si yo fuera un perturbado mental.

—¿Te estás quedando conmigo?

—No y lo lamento —le contesté y era cierto—. Nunca podré reírme de alguien como tú; mereces algo mejor. Tienes la misma clase que Katherine Hepburn bebiéndose la leche del desayuno en copa de champán, y yo, cariño, no soy más que un indigente de amor que vive en un ataúd forrado de olvido.

 

martes, 5 de mayo de 2009

Cosas que son lo que no parecen y el Photoshop

—Mira, desde aquello, mi vida está tan jodida que la última vez que sonreí fue para que me echaran de comer.

Billy estaba acodado a mi derecha en la barra de El Hormigón, y en su cara había una mezcla de incredulidad y temor.

—Me gustan las mujeres —siguió—, mucho, demasiado, tú lo sabes, y si alguien lo pone en duda le abro una boca nueva o le meto un tiro entre las cejas. Lo que ocurre, ya me conoces, es que soy tímido y eso confunde. Lo de ir por ahí dándole lo mismo al pelo que a la pluma es para otros. A mí de mariconadas nada. Todo fue un error; exceso de ginebra y que, joder, ya nada es lo que parece. Las tetas eran de portada, las piernas de vértigo y el culo que ni pintado con el Photoshop.

Bebió un trago y, por un momento, su mirada buscó una mancha de humedad en el techo.

—Qué voy a decir, pensarás. Y bueno, tal vez tengas razón, quizá exagero, pero no lo olvides, yo estaba desesperado, dolido, hecho mierda. Acababa de pillar a Pilar, la jefa, abrazada a un capullo de cuerpo de modelo y aires de presentador de televisión. Justo lo que era el muy cabrón; las dos cosas. No se puede matar al amante de tu jefa y estaba demasiado lejos de ti y de El Hormigón como para aguantar la sed, así que decidí ahogar mis penas solo. Aquel era el único puto bar que encontré abierto por allí cerca.

Apuró de otro trago lo que le quedaba en el vaso y le hizo un gesto a Fran con la mano.

—Anda, pon otra ronda y sírvete tú uno. Así nos envenenamos todos juntos.

Fran no replicó. Puso otro vaso junto a los nuestros y volcó la botella sin miramientos. Cuando el güisqui corría de nuevo por nuestros gaznates, Billy siguió:

—Era una vieja taberna, con las paredes cubiertas de fotos de toreros, carteles de corridas y con un mugriento par de banderillas colgando en mitad del espejo carcomido que había detrás de la barra. Hubiera jurado que el local estaba desierto, sin clientes y con la única presencia del barman; un viejo mudo que tras la barra enguarraba vasos con un paño húmedo. Y eso siguió haciendo entre una y otra de las copas que él me sirvió sin abrir la boca y yo apuré con la ansiedad de un náufrago.

Billy reprodujo el gesto, Fran rellenó su vaso de nuevo y yo me pregunté si habría un ejercito de barman hijos de la misma madre y poseídos de los mismos gestos.

—Así que no sé cómo apareció ella —siguió Billy como si no hubiera parado—, Elena, que así me dijo que se llamaba la muy zorra. No la vi acercarse. ¿Qué hace un chico como tú en un sitio como éste?, me entró. Y tan solo, añadió de su cosecha, porque lo otro, ya sabéis —incluyó a Fran en la audiencia—, es de una canción. El tonillo era de guasa, afectado, con mohín compungido, y yo pensé que era una puta a la caza de cliente. Observé sus tetas, su minifalda, las piernas que no se acababan nunca, y me di lástima. De no haberme bebido casi todo mi peculio me hubiera quedado dinero para pagar sus servicios. «Lo siento —le dije—, estoy sin blanca y pedirte prestado para acostarme contigo es abusar de una confianza que aún nos falta». «¿Qué te has creído? —me contestó—. Eso me pasa por pegar la hebra con un cretino como tú; solo y que acabará borracho, si es que ya no lo estás». «Lo siento», me disculpé. «Seré gilipollas», me dije luego; ya iba por la segunda vez que pedía perdón. El ridículo me encendió las orejas. «No sigas con tanta disculpa», dijo ella y se dio la vuelta. «La equivocación es mía», añadió y se echó a andar despacio y me dejó mirando su culo prieto. «Oye, no te vayas —repliqué—, aún me queda pasta para invitarte a una copa». Me encaró desde la mitad del bar, con una sonrisa: «No malgastes tu dinero, es mejor que te lo bebas solo. Pero si prefieres mi compañía a la de la ginebra, vivo aquí al lado y en casa hay bebida, no te preocupes. Ah, llámame Elena». «Alberto, yo me llamo Alberto», le mentí pero, atrapado como una mosca en una tela de araña, la seguí.

Unos tipos ruidosos, que ocupaban una mesa no lejos de la barra en compañía de Berta y un par de niñas más, llamaron a Fran para que repusiera sus bebidas. Billy calló un momento, encendió un cigarrillo y, después de dar un nuevo trago, se olvidó de la ausencia de Fran y siguió a los suyo.

—En la calle hacía frío y el motor del camión de la basura atronaba en el silencio de la noche al vaciar los contenedores. La tía estaba tan buena que los dos basureros se volvieron al unísono cuando pasamos. Elena no me engañó; no vivía lejos. En las escaleras nos besamos ansiosos y, mientras ella abría la puerta, yo me clavé en su culo buscándole las tetas como un colegial en celo, y aquello me recordó a otra canción. «No hay prisa, hombre», dijo pero no me pareció que se quejara. Estábamos en el pasillo y mientras hablaba, coqueta, se recomponía frente a un espejo la indumentaria maltrecha. En el salón, hizo un gesto con la mano que abarcó las dos butacas y el gran sillón junto a la pared. «Siéntate donde quieras, voy a por una botella de champán», dijo. Tiré el abrigo en una butaca y me pasé cinco minutos inquieto, buscando, sin saber qué, entre los títulos de los libros de la librería, entre las fotos, los cuadros y los objetos de adorno. Entonces volvió ella, envuelta en una bata de seda y con dos copas y una botella en las manos. Era cava no champán, pero no era momento de quejas. Se sentó a mi lado, me ofreció una de las copas y se reservó la otra. Descorchó la botella dejando que el tapón se estrellara contra el techo y sirvió. «Por un encuentro inolvidable», brindó. «Por eso», asentí sin saber que iba a ser cierto. No recuerdo el sabor del cava, sólo las dos tetas veladas por la bata que veía subir y bajar con cada respiración. Me abalancé hacia ellas y ese acto, tú lo sabes, fue más extraño en mí que el suicidio. Elena sonrió, me empujó apenas para separarse y me quitó poco a poco la ropa. Cuando quise darme cuenta, mi polla reposaba entera dentro de su boca y sus tetas bailaban desnudas ante mis ojos. Me sentí estallar y tiré de la bata para abrirla por completo y penetrar a Elena antes de que fuera imposible. Por detrás, me interrumpió. Lo que mi gesto dejó al descubierto no fue el coño que pretendía sino un pene que me hizo preguntarme qué otra cosa podía hacer si no lo que me pedía ella. Antes de reaccionar, Elena ya me había colocado delante su imponente trasero. Me agarré a sus tetas, otra vez, y pocas embestidas me bastaron.

»Me invadió una ternura extraña, desconocida. Tuvo que ser la mezcla del alcohol y la modorra de después del orgasmo; hubiera vuelto a fumar y tú sabes que llevo un año intentando dejarlo.

No dije nada. La calada que el dio al cigarrillo que tenía entre los dedos me pareció suficiente. Eché un trago y esperé a que arrancara de nuevo; aquello se había puesto interesante.

—Me dejé besar —siguió pensativo—, la abracé y jugueteé con sus pezones mientras nos bebíamos otra copa de cava. Ahora tú, le dije y no sé por qué. Ella sonrió. Sin hablar, me lubricó y me poseyó centímetro a centímetro, con calma, con cariño. Después comenzó a moverse, primero despacio y luego más y más aprisa. Excitado, no comprendo cómo, cuando sentí dentro las contracciones de su orgasmo me corrí de nuevo. Tuvo que ser el vino, o la ginebra que había bebido antes. Tú me conoces, sabes cómo soy; no pudo ser otra cosa.

Billy me miró, en sus ojos había suplica. Yo moví la cabeza, en un gesto que podía significar cualquier cosa, y me bebí el güisqui que me quedaba en el vaso. Fran regresó junto a nosotros y echó un trago, como si no se hubiera ido.

—Por la mañana, cuando desperté a su lado, busqué el abrigo, cogí la Browning que me regalaste, arrimé la almohada a su cabeza y le pegué un tiro. Se acabó, me dije. Pero no lo entiendo, desde entonces soy yo el que se siente morir, es como si hubiera metido el pie en un agujero, tan hondo que cuando consiga sacarlo la gangrena ya me habrá comido la cera de las orejas.    

Después de eso, Billy se calló. No supe qué contestar. Le pedí otra ronda a Fran con la mirada y, cuando la sirvió, escondí mi necedad entre las piedras de hielo que flotaban en el vaso. Fran tuvo más suerte; le llamaron de nuevo desde una mesa.