lunes, 18 de enero de 2010

La vida duele en El Hormigón

Siempre me he dicho que la mejor manera de ver cómo pasa la vida es visitar El Hormigón. Hoy pienso que la vida, en lugar de pasar, duele más que una mala cuchillada o que el boquete que deja una nueve milímetros disparada a quemarropa desde mi Browning. Para mí, el amor ha sido una ciénaga donde a duras penas me mantenía a flote braceando con desesperación; ahora tengo la sensación de que me han amputado los brazos.

Conocí a Uxía por casualidad, a ella le gustaba decir que fue un encontronazo. El sol calentaba con tanta saña como si pretendiese calcinar el mundo. Yo estaba sentado en la terraza de una cafetería, bajo una sombrilla, y hojeaba distraído un periódico concentrado en vigilar con disimulo el trasiego de gente que entraba y salía de la oficina bancaria que tenía enfrente. Sobre la mesa reposaban lo restos de una cerveza que había pedido muy fría y que hacía rato se había convertido en un caldo imbebible.

Ella, me explicó más tarde, buscaba un lugar donde pasar unos minutos tranquila y, sobre todo, descansar. No quedaba ni una mesa libre, así que sin preguntar decidió compartir la mía. Se sentó a mi lado, sigilosa, sin decir palabra, como si no hubiera nadie. Yo levanté la cabeza y la vi degustar un helado como una niña golosa.

—Perdona.

—Tranquilo, estás perdonado.

Ni siquiera levantó la vista.

[***]

—Sonríe, que serio estás muy atractivo.

Me saludó hace días, meses o una vida. Llegaba tarde. Afuera llovía, tanto que a mi llegada, frente a la puerta de El Hormigón, tuve la impresión de que las gotas de agua eran los barrotes de la última celda que había utilizado de hotel.

Ella tenía el pelo mojado y por su gabardina escurrían ríos de agua, pero en su boca llevaba esculpida su eterna sonrisa; su país era el de la alegría. Como su cuerpo, su manera de ser era flexible como la rama de un sauce que mecía sus días entre amigos y risas. Llevábamos quince días sin vernos, fieles a la cadencia cómoda impuesta a nuestros encuentros. Nuestra relación, desde el primer día, fue dulce y casual, una rutina agradable, lo más cerca que he estado del matrimonio.

—Siento por ti algo que no produce arrugas pero que las acompaña con placer —me dijo el día que le pregunté, más borracho de lo normal, si me quería.

Estábamos desnudos, sumergidos en el agua cálida que llenaba la inmensa tina romana, bebiendo a la luz de la velas, contemplándonos sin tapujos de cuerpo o espíritu, en la misma habitación de hotel donde reincidían tercas nuestras leves pasiones.

—¿Por qué venimos siempre al mismo sitio?

Ella sabía que la ley física que más me explica es la de la inercia, pero ambos nos concedíamos un espacio para la provocación que siempre supone que nos enfrenten a lo obvio.

—Lo sabes, soy como un coche sin frenos que se niega a parar y sigue su trayectoria para no tener que soportar algo nuevo. ¿Y tú?

—Ten cuidado —me susurró al oído mientras me abrazaba—, yo puedo ser el obstáculo contra el que se estrelle tu corazón.

No hablamos más aquella tarde, nos secamos, nos recostamos en la cama y pasamos el tiempo observando el techo pintado con nuestro silencio. Bajo nosotros, bajo el suelo de aquel viejo molino, el agua del río Tuerto lloraba su eterno desconsuelo.

[***]

—Vamos o no llegaremos a cenar, hace una tarde de mierda.

Ella se encogió de hombros, sabía de mi inconstancia para la irritación y, de todas formas, el cabreo me daba más atractivo.

Nos despedimos de Fran con un gesto y salimos a la calle. La lluvia se había concedido una tregua y ahora era una niebla que lo envolvía todo; quizá el mundo se había inundado. Caminamos en silencio, con la rutina de un matrimonio que se deja vencer por un furtivo resto de ternura. El coche no estaba lejos.

No había tráfico. En un cruce nos detuvimos ante la luz roja del semáforo. Una mujer cruzó apresurada empujando un cochecito de bebé cubierto de plástico.

—Come, let me sing into your ear —cantó en nuestros oídos la acariciante voz de Carla Bruni desde el lector de cedés.

A lo lejos, unos neumáticos se quejaron al tomar una curva (¿por qué no le di importancia?). La luz verde me invitó a seguir. En mitad del cruce, una moto pasó por delante de nosotros como un rayo y, tras ella, unos faros sacaron por un segundo un brillo extraño de la cara de Uxía. Entre un estruendo de hierros retorcidos y cristales rotos, el mundo se dio la vuelta.

Cuando comprendí lo que había pasado, me volví con esfuerzo para mirar a Uxía que estaba debajo de mí.

—No puedo moverme.

—Tranquila, cariño, no digas nada. Voy a pedir ayuda, pronto estarás bien —mentí mientras le acariciaba la cara.

De la comisura de sus labios escapaba la vida como un hilillo de sangre que escurría hasta perderse, sus ojos me miraban más vidriosos que suplicantes. Me desprendí de mi cinturón de seguridad y empujé con los pies para dejarme caer en el asiento de atrás. Algo se clavó en mi hombro, era la Browning. Empuñándola por el cañón, di un golpe en el cristal trasero y me arrastré como pude afuera. Cuando logré incorporarme, me sorprendió que pudiera mantenerme en pie.

Aquello olía a cementerio. Nuestro coche estaba apoyado sobre el lateral izquierdo, las dos ruedas derechas me observaban grotescamente asimétricas. Lo que hacía unos segundos era el asiento del copiloto se había transformado en un amasijo de chapa del que apenas sobresalía la parte superior del cuerpo de Uxía. Allí empotrado, estaba el morro de otro coche, sobre su techo, incongruente, una luz azulada daba vueltas como un faro absurdo.

Con la pistola colgando de mi mano, di la vuelta y me acerqué al otro coche. En el asiento del copiloto había un hombre con la cara ensangrentada y el cuello en una posición imposible.

—Ayúdeme, no puedo soltarme.

Sentado en su asiento, el conductor daba inútiles tirones del cinturón de seguridad. Tenía partida la ceja y algún corte en la cara, pero pude reconocer en él al inspector malencarado que un día sembró de velas El Hormigón. Di un tirón de la puerta. Al segundo intento, la chapa rechinó y logré abrirla. El tipo me miró agradecido. En lugar de soltarle, le agarré del pelo y, sin importarme que varios dientes se interpusieran en mi camino, le clavé el cañón de la Browning en la boca con intención de que sus sesos pasaran a formar parte de aquel decorado fúnebre.

—¡No lo hagas!

No sé dónde encontró Uxía la fuerza para que pudiera pronunciar aquellas palabras ni cómo supo lo que iba a ocurrir; era imposible que me viera. Mi dedo no apretó el gatillo. Durante unos segundos me quedé mirando a los ojos de aquel malnacido. Gemía lastimero y sus lágrimas, envueltas en la noche húmeda de la ciudad, brillaban como la sangre de Uxía. Lo dejé allí y regresé al lado de ella.

Uxía no volvió a hablar, quizá cuando llegué junto a ella ya había muerto. La besé en la boca como jamás besaré a nadie, la acaricié durante unos minutos, tal vez siglos. Cuando oí acercarse las sirenas, me levanté, me acerqué al inspector, que seguía lloriqueando y dando tirones inútiles del cinturón de seguridad, apoyé la pistola sobre su cabeza y vacié el cargador.

[***]

Ahora, por las noches, me despierto y no sé si lo que veo son los barrotes de mi celda, una lluvia inmisericorde o si, por fin, he logrado llorar.

sábado, 2 de enero de 2010

El trueque y dos brazos con los que abrazar

Llevaba una bolsa, por la forma y balanceo supuse que no era muy pesada. Acerté, los cerebros humanos no pesan mucho, ni siquiera los de la gente inteligente, la que no mata sus neuronas empapándolas de alcohol de quemar en El Hormigón. Y eso, un cerebro, era lo que aquel tipo llevaba en la bolsa. Yo esperaba delante del escaparate de una zapatería y empezaban a mirarme con mala cara. Llevaba allí parado media hora, así que era normal estuvieran molestos.

Me gusta ese escaparate y suelo quedar allí con mi novia; ella nunca llega. En realidad, tampoco nunca es mi novia. A la de aquel día la había conocido la tarde anterior en bar. Estuvo allí poco más de diez minutos, lo que tardó en comprender que se había equivocado de sitio. Imagino que yo le ayude a detectar el error.

—¿Nos vemos mañana a las seis, delante de El Escañil?

Ella se volvió a mirarme desde el primer peldaño de la escalera. No dijo nada, ni siquiera me insultó.

—Vaya, has vuelto a ligar.

Cogí la cabeza de Richar y la estrellé contra el mostrador. Si alguien no sabe cuando tiene que tener la boca cerrada, es que no necesita todos los dientes. Richar los tiene postizos desde hace años, eso le facilita mucho las cosas.

—Eh, no me obliguéis a participar en la pelea.

Fran nos miraba muy serio, la ceja izquierda algo levantada. En la derecha, un bate de béisbol hacía las veces de baqueta, y la barra era el tambor, de momento. Cinco güisquis más tarde, Richar y yo estábamos sentados junto al contenedor de basura del callejón trasero y ninguno recordaba cómo había llegado hasta allí. A ella, a mi novia, aún no la había olvidado.

La cita sería otro desastre inevitable, ya eran las siete menos veinte y ella no había aparecido. El espectáculo de mi vida amorosa es lamentable hasta para mí. Entonces le vi a él llevando la bolsa. Era muy bajo, la altura de un enano y el aspecto de un niño de diez años al que le han trasplantado la cara de un hombre de cuarenta. Esperé cinco minutos más. Ya me sabía el escaparate de memoria. Uno de los empleados de la zapatería salió a la puerta.

—Adentro tenemos muchos números y modelos diferentes —dijo en tono de guasa.

No tenía el cuerpo para cachondeos y decidí darme una vuelta por El Hormigón. En la barra había tres personas, no conocía a ninguna. En un extremo de mostrador, una mujer de ancianidad indefinida hacía equilibrios en un taburete mientras dormía con la cabeza apoyada en la pared. Al otro lado, un hombre miraba al fondo del vaso que tenía en la mano en busca de respuestas y sólo encontraba más problemas, que es lo que se encuentra siempre; lo sé por experiencia. La tercera persona era el tipo de la bolsa. Estaba a unos cinco metros, más cerca de la bella durmiente que de mí. Vestía una camisa floreada y unos pantalones de pata de elefante que habían fenecido a principios de los ochenta. Tenía los ojos saltones, nariz larguirucha y los labios por detrás de los dientes recordaban a un roedor. Me quedé mirándolo demasiado rato, con ninguna educación.

—Un día te van a partir la cara. No se puede mirar así a la gente.

Fran parecía de buen humor. Tres tipos nuevos en el negocio eran motivo suficiente para la alegría. Dejó un güisqui delante de mí y salió de la barra a servir una mesa.

Mientras observaba la maestría de Berta para trapichear con par de tipos que acababan de entrar en el bar y sentarse a una mesa, y la de Fran para servirles como el que no sabe de qué va la cosa, oí unas botas que se acercaban. Una mano pequeña tocó mi hombro.

—¿Busca usted algo?

Cuando me giré, me encontré con el primo de Bugs Bunny que me miraba desde abajo.

—Perdone, no le entiendo.

Tensé los músculos y tanteé bajo la chaqueta, por una mala costumbre, pero seguí sin entender aquella pregunta.

—Digo, que si busca usted algo en especial.

Al hablar alzó la bolsa. Logró dejarme perplejo.

—No, gracias, no busco nada. ¿Qué vende?

—Cambio, no vendo. Pero debe disculparme, está claro que me he equivocado de persona.

Me llamó la atención el tono con que remarcó «cambio». Eché un trago de güisqui y, más tranquilo e intrigado, volví a la carga.

—Creí que el trueque había desaparecido en la Edad Media.

—Puede que en algunos negocios, no en el mío. Si vendiera la mercancía sería un delito.

—¿Qué mercancía es ésa? Hasta donde yo sé intercambiar drogas no queda dentro de la ley.

—Sentémonos a una mesa y se lo explico. No es cuestión de airear los negocios a oídos de todos.

Sobraban sitios, así que busqué un lugar apartado y le invité a seguirme.

—Cambio órganos —dijo cuando ya estábamos sentados.

—¿Humanos?

—Pues claro, no van a ser de cerdo —rió—. Si le interesan unos buenos callos, vaya a una casquería.

Me eché al gaznate el resto que quedaba en el vaso que me había acompañado y le hice un gesto a Fran para que me sirviera otro.

—Hombre, tampoco se me ocurriría buscar un hígado de repuesto en un bar, qué quiere que le diga.

—Tiene razón —concedió—. Pero eso no quita para que usted pueda ser un cliente perfecto.

—Para un hígado, supongo.

—Teniendo en cuenta cómo bebe de este infecto brebaje —señaló su vaso que aún contenía la mitad del licor—, no sería extraño. Y con los antecedentes que le presumo, ¿de dónde lo iba a sacar, de la Seguridad Social del inadaptado?

Sin intervención de la voluntad, saqué la Browning y la dejé sobre la mesa; bien a la vista.

—Coño, no se moleste. Esto es una conversación entre caballeros. Por cierto, mi nombre es Troco.

Lo último lo acompañó del ofrecimiento de una mano diminuta que estreché con el temor del que sujeta una porcelana. Fran se acercó con un nuevo vaso que puso sobre la mesa, delante de mí. Quizá este tipo le pagara comisión por facilitarle clientes, pensé. Devolví otra vez la pistola a su guarida.

—¿Y dónde guarda la mercancía que cambia?

La pregunta me sonó absurda, pero era lo que más me intrigaba en ese momento. Troco sonrió y enseñó las encías.

—No en un frigorífico, si es lo que está pensando.

Ahora sí que no entendía nada. Empecé a buscar la cámara oculta. Esta debía de ser una de las nuevas y brillantes ideas de Fran para aumentar la recaudación y pagar las pensiones de divorcio y manutención, alquilar el local a los de la tele.

—Creo que me estoy haciendo un lío.

—La cosa está clara. Imagine que usted necesita ese hígado del que hablamos. Yo, en mi base de datos, busco a alguien que ande tras un riñón, por ejemplo. Él le da a usted un trozo de hígado… Supongo que sabe que el hígado se regenera… Y usted le da a él un riñón. Los dos tan contentos y los dos vivitos y coleando.

—¿Y qué gana usted en todo esto?

—Días más tarde recibo dos sobres, uno por cada parte, con un donativo. La vida es dura y todos merecemos vivir.

—¿Y qué hay en esa bolsa? —se me ocurrió preguntar entonces.

—Un cerebro, me lo ha pasado un cliente, era de su padre que acaba de morir. Está interesado en cambiarlo por un ojo; él es ciego. Hace un rato, a usted le confundí con el hijo de una mujer con Alzehimer. Le han dicho que su madre puede curarse con un trasplante, al menos mejorar por unos años.

De ojos entendía un poco, mi abuela tenía uno de cristal; pero de cerebros, la verdad, no tenía ni idea. Tampoco tuve tiempo de aprender algo. Un tipo trajeado comenzó a bajar las escaleras. Pisaba con miedo, se veía que no estaba acostumbrado a la niebla de El Hormigón y temía caer rodando.

—Debe de ser ese.

Trocó se levantó y se acercó a la barra meciendo la bolsa.

No fue la última vez que vi a Troco, incluso podría decirse que entablé cierta amistad con él. Una amistad interesada, el dinero es algo que escasea en mi vida y yo tenía varias ideas para conseguir órganos. Después de nuestro tercer encuentro, yo ya había deducido que la legalidad o no de sus presuntos trueques no era la mayor preocupación de Troco. Al cuarto, le propuse que nos asociáramos.

Nuestro primer negocio común no me enorgullece, pero la necesidad apretaba. Mi abuela estaba en las últimas y el tipo ciego que había cambiado el cerebro de su padre por un ojo sufrió un rechazo y volvió a la ceguera. Esta vez no sería un intercambio ni un donativo, aquello iba a tener un precio. Convencí a Troco de que ni Hacienda era nuestro mayor problema ni su peculiar manera de entender el trueque le salvaría de pasarse un buen puñado de años a la sombra como le engancharan y fijamos una cantidad acorde a los esfuerzos y a la ansiedad del ciego por ver.

La abuela, a los ochenta y nueve años ya cumplidos, lo único que tenía de aprovechable eran los ojos. El derecho, de cristal, como baratija, y el otro porque conservaba una vista de lince. La pobre, que Dios la tenga en su gloria, murió de neumonía a los dos semanas de mi primer encuentro con Troco. En el velatorio, lloré, pataleé, golpeé muebles, rasgué mis vestiduras; todo para hacer creer a mis familiares que necesitaba un recuerdo de la pobre anciana. Al final accedieron al verme tan hundido, aunque se sobresaltaron un poco cuando les pedí el ojo de cristal. Fue necesaria una nueva sesión de llantos y pataletas pero, antes de que la tomara de nuevo con los muebles, accedieron. Me acerqué al féretro y con una cucharilla de café me hice con el ojo izquierdo. Dejé a mis familiares llorando a la abuela ciega y corrí a entregar la mercancía antes de que se echara a perder en mi bolsillo o de que los presentes se dieran cuenta de que me llevaba el ojo equivocado.

Sacamos un dineral, en efectivo y por adelantado. Reservé una parte del dinero para invertirlo en una nevera portátil, necesaria, dijera lo que dijese Troco, para poder mantener la mercancía fresca durante más tiempo. Le entregué a mi socio la mitad de lo restante y aparecí por la noche en El Hormigón con dos botellas de Etiqueta Negra, sin rellenar.

—Hoy invito yo.

Fran no se quejó. Sacó de su embalaje dos vasos que anunciaban Coca Cola, les puso hielo abundante y sirvió la bebida.

—Lástima que los panchitos sean de los de siempre. A tu salud —dijo.

Entrechocamos los vasos y vertimos su contenido en nuestros gaznates de un solo trago. Fran sirvió otros dos.

El dinero tiene la mala costumbre de desaparecer demasiado rápido; pronto necesitamos más operaciones con las que seguir alimentando el negocio. Había un par de indeseables por el barrio que nadie iba a echar de menos o, por el contrario, estaba deseando hacerlo. Así que mi Browning y yo nos encargamos de convertir en mercancía algún pedazo de su cuerpo. No muchos, porque, a decir verdad, no había demasiadas cosas aprovechables en ellos; cuestión de mala vida.

En el barrio comenzaron las habladurías sobre nuestro negocio y no tardó en aparecer competencia. En cuanto la policía encontró otro par de inadaptados a los que les faltaban piezas, la cosa se complicó aún más. Empezaron a hacer preguntas y eso espantó a la clientela. Troco dijo que lo mejor era que lo dejáramos, que cada unos siguiera a lo suyo; él al trueque de órganos y yo a lo que fuera que hiciese antes. Aún tenía un dinero ahorrado y pocas ganas de problemas, así que estuve de acuerdo en cancelar la sociedad.

—¿Cómo te van las cosas?

—No me puedo quejar.

Yo estaba frente al escaparate de El Escañil, esperando a una mujer que no iba a venir. Berta me vio desde la otra acera y cruzó a saludarme. Llevaba meses sin verla. Un día nos dijo que le habían ofrecido un buen trabajo y que dejaba El Hormigón. Se sentía cansada, demasiados años dejándose manosear, soportando niñatos malcriados, todo para obtener lo justo de lo que malvivir.

—Te echamos de menos en el bar.

Berta no dijo nada. Se quedó mirando un par de sandalias del escaparate. Luego se volvió hacia mí.

—No va a venir. Te invito a una copa.

Al parecer mi vida amorosa era más popular de lo que yo imaginaba. De camino a El Hormigón, charlamos sobre su trabajo. Se trataba de cuidar de un tipo que iba perdiendo poco a poco partes de su cuerpo; órganos internos, dedos, brazos, piernas. Después de cada amputación su jefe se volvía más rico, y más triste. Me pareció que alguien había encontrado un modo de continuar con el negocio sanitario.

En la puerta del bar, Berta se detuvo, me agarró de la mano y me dijo:

—¿Crees que Fran me permitiría volver a mi trapicheos de cerillera? No soporto tanta tristeza.

No supe que contestar.

—No podrías creer lo que me ha dicho esta tarde.

Supuse que se refería a su jefe y, aunque estaba seguro de que sería capaz de creer cualquier cosa, no contesté.

—«Sabes, daría toda mi fortuna ahora mismo por dos brazos con los que abrazarte», eso me dijo, ¿puedes creerlo?