lunes, 21 de diciembre de 2009

Ganas de morir mojadas

Hacía un día de humanos, los perros disfrutan de una vida mejor; llovía, el viento volteaba los paraguas y los coches asperjaban las aceras. Cuando llegué a El Hormigón estaba empapado.

—Fran, que sea doble.

Fran no dijo nada. Dejó sobre la barra el mismo vaso que estaba secando y lo llenó de güisqui, ni siquiera se molestó en añadirle hielo, debió de pensar que bastante helado estaba yo ya. Luego se quedó mirando cómo bebía. No abrió la boca hasta después de que di el segundo trago.

—No tienes muy buen aspecto. Si quieres te dejo algo seco para ponerte. En el almacén tengo varios jerséis, un par de vaqueros y alguna cosa más. La gente se olvida cosas muy extrañas.

Una vez yo me había vestido tan aprisa para abandonar a una rubia y el reservado en el que estábamos que me olvidé de colocarme los calzoncillos; la idea de huir de su marido, sargento de la pasma, tenía ocupadas a mis neuronas. Pero lo de los pantalones se me antojó un exceso. De todas formas, no era mala idea agradecer el ofrecimiento y colocarme algo seco.

Cuando salí con unos vaqueros de un tipo vez y media más gordo y un cuarto más bajo que yo, y con un jersey de adolescente, con el ombligo al aire, en el taburete contiguo al que señalaba mi vaso había un hombre que me resultaba vagamente familiar. Al llevarse el vaso a la boca, descubrí que era el director del banco al que debía dinero.

El tipo tenía un aspecto horrible, por eso había tardado en reconocerle. A mí no me quedaba ya nada que no me hubieran embargado, pero mi insolvencia no me pareció bastante motivo para aquel desastre.

—Le veo fatal, amigo.

—¿Nos conocemos?

—Usted preferiría que no fuera así, pero sí, nos conocemos; le debo a su banco media docena de préstamos.

—Ah, de eso. Entonces no se preocupe, me despidieron hace meses. Diferencias con el sentido del humor, no entendieron que me pusiera a repartir el dinero de la caja entre los transeúntes.

—Coño, podía haberme llamado por teléfono. Lo hizo tantas veces para pedirme que cubriera mis descubiertos en cuenta que no creo que haya olvidado mi número.

—Estaba borracho, no recordaba ni mi nombre. Y lo lamento, no se vaya a creer; oí que se formó una buena, decían que hasta besé a las empleadas y le toqué el culo a la cajera. Debió de ser cojonudo.

—¿Y por qué hizo eso?

—¿El qué?

—Qué va a ser, lo del dinero.

—Ah, eso; llevaba una semana con unas tremendas ganas de morirme. Decidí hacer algo.

—¿Pensaba matarse regalando dinero que no era suyo?

—No, hombre, ¿cómo me iba a morir así?

Le hubiera dicho que morirse no sé, pero que los del banco no hubieran tardado en querer matarle y puede que tampoco en encargar a alguien que lo hiciera; no me dio tiempo.

—Lo del banco fue cosa de la desinhibición de la borrachera. Yo lo que decidí fue suicidarme bebiendo.

—¿No le parece un sistema un poco lento?

—Es que no tengo prisa.

La conversación no iba por buen camino. Palpé el lugar que suele ocupar mi Browning con deseos de hacerle un favor definitivo a aquel tipo, pero descubrí que me la había dejado en la ropa mojada. Tal vez un buen botellazo fuera suficiente. Me jode que alguien al que le debo dinero se ría de mí.

Antes de hablar, Fran me miró como un búho.

—No te pases, hoy tengo el humor como el tiempo, húmedo.

El del banco nos miró sorprendido, no me pareció que entendiera nada de lo que pasaba. No le contesté a Fran, su mano derecha buscaba bajo la barra y sus ojos parecían de cristal. Es posible que tuviera razón y el mal tiempo se nos estuviera contagiando al carácter.

—Anda, ponnos dos güisquis y sírvete tú otro —dije—. Éste tiene que seguir matándose y creo que tú necesitas una copa.

Bebimos en un silencio incómodo.

—¿Y cómo va la cosa? —le pregunté al aspirante a suicida por hablar de algo.

—Bueno, llevo una dieta de dieciocho grados como mínimo y, si no la consigo, mezclo cerveza con alcohol medicinal de noventa; brutal.

—Y que lo diga —intervino Fran—, eso ni yo me atrevería a servirlo.

—De todos modos, creí que iba a resultar más fácil, pero esto de morir es complicado. Pensé que sin trabajo todo vendría rodado; no fue así. Comía poco o nada y bebía mucho y todo lo que encontraba. Me gasté los pocos ahorros que tenía rápidamente. Dejé de pagar el piso, así que, para ir acostumbrándome a lo que iba a llegar, de vez en cuando me iba al parque y dormía en un banco. El frío de la noche me dejaba entumecido. Levantarse por la mañana era una experiencia. Los músculos no me respondían, estaban tan agarrotados y doloridos que quería morirme un poco más y más rápido de lo que ya deseaba. Alguna paloma madrugadora y maleducada se cagó en mí mientras dormía. La lluvia tampoco honra el sueño de los sin techo y despertar en plena noche para buscar un lugar donde resguardarse es una cabronada. Y la policía, como la lluvia, no respeta nada. Uno me despertó a gritos una mañana y tuvo suerte de que la noche había sido fría y tenía los músculos muy dormidos, si no, le hubiera clavado una hostia en todos los morros.

»Al poco, como había predicho, me vi definitivamente en la calle y sin nada más que lo puesto. Entonces comenzaron los ardores en el estómago y los espasmos, supongo que a causa de la mala alimentación y la bebida. Nunca consulté a un médico; era un borracho vocacional, ¿para qué intentar curarme?

Fran y yo nos miramos un instante. Él parecía esperar respuesta o, tal vez, sólo deseaba echarse un nuevo trago al coleto.

—En uno de mis cólicos intestinales —arrancó—, mientras me sujetaba el vientre, una mujer de cincuenta y tantos años se apiadó de mí y me ayudó. Quiso llamar a la policía, a un médico, a un cura, a un transeúnte y yo qué sé a cuanta gente más, pero al final no apareció nadie; no le hicieron caso. La pobre decidió subirme a su piso. Pasé un brazo por encima de sus hombros y, con esfuerzo, me arrastró hasta tumbarme en una cama. Mis ropas apestaban tanto como yo. Me preparó un baño caliente y luego me dio de comer un caldo. Entre una cosa y otra, se me alivió el dolor y no recuerdo cuanto tiempo dormí de un tirón. Al despertar no tenía muy claro dónde estaba.

»Se llamaba Gloria. Me atendió como a un rey. Sólo dormía, comía y miraba la tele. A la semana, empecé a notar que ella me miraba con ojos vidriosos y sospeché que no era eso lo único que se le humedecía al verme. Yo, sin nada que perder, le di cuerda. Una mañana me levanté con una inspiración de bastantes centímetros, la cogí en la cocina con el camisón puesto y, encima de la mesa, sin desayunar e imitando al cartero que no sé cuantas veces llamó, le di un buenos días inolvidable. Pasaron los días y con ellos los problemas de salud. Empecé a salir a tomar aire fresco por las mañanas. Aire que acompañaba de unas cuantas cervezas con ginebra. Gloria, antes de marchar, me daba dinero para mis gastos y yo le daba lo que ella quería. Qué más podía pedir… bueno, faltaba lo de morirme, pero eso poco a poco se me estaba olvidando. Hace un par de días, Gloria trajo a una amiga a casa. Al principio tragué, pero nunca me gustó hacer bocadillos con pan rancio y menos si yo soy el embutido. Esta mañana me marché. De nuevo estoy en la calle, aunque recuperado de salud, con algo de dinero en el bolsillo y unas ganas de morirme horribles. Soy feliz.

Miré a Fran y él me contestó encogiéndose de hombros. Luego me volví y miré a la cara de complacencia bobalicona de aquel tipo; me había hecho varios favores y arrastrado varias veces a la ruina, pero mi aspecto era ridículo, mi ropa estaba empapada y no tenía a mano la Browning. Tendría que apañárselas solo para morir.