lunes, 23 de noviembre de 2009

Olvido y el hombre orquesta

Del Brus —nadie sabía su verdadero nombre— decían que era un tipo acabado. Laura, la cigarrera, que desde que un cliente le regaló 120 páginas sin lluvia hacía poesía de cualquier cosa, afirmaba que le había abrasado el sol de los juguetes rotos. Ella lo conocía desde niño y mantenía que así es cómo acaba quien ha tenido un padre borracho. Podía ser cierto, pero una persona menos tolerante con la debilidad femenina que Laura diría que una madre grupi, con una estufa por coño, no ayudó mucho. Sin embargo el Brus, que hablaba poco, decía que el culpable era Bruce Springsteen. Thunder Road, bautizó el Brus a su acústica Gibson color butano porque la primera vez que oyó un arpegio de esa misma canción, punteado por el Boss a la guitarra, supo con certeza lo que deseaba hacer. Rebobinó la casete y juró que el resto de su vida lo dedicaría a la música, hasta que compusiera algo igual de bueno.

—Ingenuo, así es él: un loco ingenuo —añadió Fran la tarde que me lo contó.

Situadas frente a nosotros, en la barra, un metro de botellas irrellenables rellenas por Fran de güisqui de garrafón parecían a la espera de que el Brus preparara los instrumentos sobre la pequeña tarima, a punto para la actuación de la noche. Tuve que contenerme para no decirle a Fran que más estúpido era partir cabezas con un bate de béisbol o nueces con una recortada; y a eso dedicaba yo mi vida.

El Brus invirtió unos minutos en afinar una de sus guitarras con el esmero que dedica un cocinero al filo de su cuchillo, yo seguí en silencio, como si inyectar con una jeringuilla dosis de güisqui en una botella fuera la actividad más inteligente en que ocupar el tiempo, y Fran no desperdició la oportunidad de rematar el discurso con una de sus frases:

—Aunque te lo encuentres en el lavabo, un tenedor jamás será un buen peine.

Años después de que la guitarra entrara en su vida, lejos ya la inocencia púber, nos habituamos a ver al Brus callejear con la mirada extraviada propia de un gato melancólico, la Gibson a la espalda, la armónica en la boca, recorriendo las aceras vestido con unos tejanos viejos y una mugrienta camisa de franela a cuadros, con las mangas bajadas aunque fuera el mes de agosto. Muchos le habían olvidado, otros jamás le reconocieron y casi todos huían de él con igual premura que la impresa a sus pasos por la luz centelleante de un coche patrulla. El Brus era un zombi escapado del tanatorio al que la simple luz de una bombilla hacía bizquear, aunque ni eso lo convertía en único entre los cadáveres en busca de una nueva dosis del matarratas que ya los ha matado un millón de veces.

—No fue generosidad —negó Fran con la cabeza—, había que hacer algo con el negocio y nada tan lucrativo como los meses en los que el saxofonista ruso amenizó las noches del local con su jazz doliente; pero a los muertos cuesta encontrarles recambio. A este tuve que mantenerle limpio, vigilar que no se taladrara los brazos con la inquina con la que un zapatero hunde su lezna en una suela. ¿Pero quién mejor que él? Obsérvale. Dime, ¿quién puede enamorarse de un tipo así?

Empujé hacía Fran la botella que acababa de rellenar y obedecí. Lo que vi parecía darle la razón.

Después de aquella tarde, estuve meses alejado del lugar por un problema que me mantuvo enjaulado. A mi regreso, reconocí su voz nada más empujar la puerta y al instante comprendí que esa era la canción que él perseguía desde niño. Maldito cabrón, al final lo ha conseguido, pensé, y supuse que si cuando yo iba a diario no la había oído, es que hacía poco que el Brus la había compuesto. Bajé las escaleras y descubrí que el bar estaba lleno, a rebosar, como no lo recordaba desde las noches lejanas de jazz saxofónico. Recorrí con la mirada el local y un cierto malestar se instaló en mi ánimo; demasiadas mujeres con la mirada lánguida, aunque me pareció que el músico, rodeado de todos los instrumentos de una orquesta, tocaba y cantaba como si no las viera. Ojalá sea así y no volvamos a las andadas, pensé. Rodeé al gentío y me abrí paso hasta la barra.

—Jamás imaginé que volvería a pasar esto, pero qué quieres, dos hijas en la universidad y dos exmujeres son un motivo suficiente para arriesgarse otra vez —dijo Fran mientras retorcía de nuevo el bozal de alambre del tapón de una botella de Codorníu que acababa de llenar con el contenido de otra recién salida de la inclusa. Laura la cogió y se la llevó a un reservado.

Un tipo se acercó por detrás y, al intentar recoger el vaso de güisqui de la barra, vertió el contenido sobre mi traje nuevo. Eché mano a la culata de la Browning, pero el gesto de Fran decía que no quería problemas y que, si era necesario, me compraría otro traje. Situé de nuevo el arma en su funda y le pedí a Fran una copa.

—Ten, es de confianza —me dijo, y junto con el vaso, puso sobre la barra la tarjeta de visita de una tintorería regentada por su primera exmujer.

Apuré la bebida de un trago y me marché con mi música a otra parte.

Olvido se llamaba y con solo verla llegaba para entender la broma pesada de sus padres; era imposible de olvidar. Nadie la había visto antes por el bar, y Fran se alegró porque la ausencia previa significaba que ningún hijo de puta aparecería una noche por allí dispuesto a cobrarse a hostias un alquiler por su presencia. Lo más increíble era que el Brus, la única explicación a la repentina aparición de Olvido —que ignoraba por igual a todos los demás, hombres o mujeres—, parecía inmune a las miradas lánguidas, a los suspiros y a que ella aguantara noche tras noche de pie mientras él hacía poesía con su voz cavernosa y la docena de instrumentos que manejaba como el más diestro hombre orquesta.

Recelo de las muchedumbres, así que tardé casi un mes en enterarme de todo aquello; ella llevaba instalada semanas en el bar sin yo saberlo cuando me dejé caer de nuevo por allí a comprobar si la pasión musical, algo tan efímero, aún persistía. Antes de ir había pasado por la tintorería y recogido el traje, que volvía a estar impecable. Pensaba beberme el importe integro de la factura y que Fran añadiera algún vaso por su cuenta, para agradecer mi comprensión. Si mi cinismo había supuesto que el fervor hacia el Brus habría disminuido por el simple paso del tiempo, me equivoqué.

—Otra noche de éxito —le dije a Fran.

—¿De dónde has sacado esa idea? Anoche si fue una buena noche, hoy esto está vacío —dijo él.

Mi alergia al éxito me hubiera hecho largarme en aquel instante, pero la vi a ella. Es difícil explicar lo que sentí y muy improbable que lo que diga se entienda; lo mejor es callar. Asistí hipnotizado a la sucesión de canciones. No recuerdo un silencio parecido ni una ovación tan cerrada después de cada interpretación. Cuando el músico se tomó un descanso, varias mujeres se acercaron a la tarima dispuestas a caer en sus brazos —óvidos abandonados a la voluntad del pastor, pensé—, Olvido se arrimó a la barra.

—¿Qué haces luego? —dije.

—Intentar por enésima vez que ese firme el contrato que tengo en el bolso de una puta vez y deje de malgastar el talento en este antro.

Nunca hubiera supuesto que el interés de Olvido era mercantil, una prueba más de que la dedicación al asesinato no mata la ingenuidad.

Lo consiguió, así que, desde aquella noche, para escuchar al Brus tengo que comprarle alguno de sus discos al Mamut, el negro que regenta el topmanta de la esquina. A ella, aunque no la he olvidado, no la he vuelto a ver.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Morir de éxito

Mi amigo Nar es de esos que, a fuerza de perseguir un sueño, ha terminado pareciéndose a los fantasmas que los habitan. Siempre ha querido ser actor y, aunque cualquiera diría que está lejos de lograrlo, es innegable que parece un gánster en blanco y negro. Hasta hoy, su mayor éxito es haber participado como extra en Airbag. Él estaba apoyado en la barra mientras Manuel Manquiña decía aquello del «conceto» que tan famoso se hizo. El director suprimió la toma en la que se le veía.

—Peor son ésos cuya corta vida se narra en la lápida de su tumba.

Lo dijo con el convencimiento de un feligrés. Acababa de enterarse y, acodados a la barra de El Hormigón, luchábamos por conseguir una buena borrachera, barata, a ser posible.

Yo no era de la misma opinión, los hay que no tienen ni lápida, pero no me gusta contradecir a Nar, le aprecio tanto que no deseo que se cuestione lo relativo de su fracaso; todos necesitamos estar seguros de algo.

En realidad no se llama Nar, se llama Bernardo. Hace años, una noche, le pregunté por qué el diminutivo.

—¿Conoces a algún actor de Hollywood que se llame Bernardo?

A punto estuve de decirle que actores no, pero que ahí estaba Bernardo Bertolucci, pero ya saben, no me gusta contradecir a Nar, así que apuré el güisqui y mantuve el silencio hasta que él le pidió a Fran otros dos y que los apuntara en su cuenta, porque no le gusta que siempre le invite. Para que Fran pueda seguir fiándole, la cuenta la pago yo cada fin de mes.

Supongo que la barra de El Hormigón es el hogar más cálido que los dos tendremos nunca y nuestro cielo el ámbar de un vaso con varios iceberg nadando dentro. Allí, hace un rato, Nar ha sacado un cigarrillo, se lo ha encajado en la comisura de los labios y lo ha encendido con un gesto tan elegante que en otro lugar le hubieran amputado el brazo por atentar contra la salud pública. Luego, mientras con el humo dibujaba la silueta de Marilyn, me ha confesado que estaba triste.

—Me han dado un papel, con diálogo.

—¿Por qué leche estás triste entonces?

—Es un problema genético, siento nostalgia de este bar incluso sin haber cruzado la puerta, echo de menos a la mujer amada mientras estoy haciendo el amor con ella. Me da vergüenza ser un fracasado, pero, el día que me falte esa tristeza, me moriré de éxito

No he sabido qué contestarle.