jueves, 30 de abril de 2009

Buena salud y mala memoria

Entró en El Hormigón como perdido, buscando algo, y cuando me encontró con la mirada se acercó, separó la silla de la mesa y se sentó sin pedir permiso. Era mucho más alto y ancho que yo. Le sudaban las manos y estaba demasiado pálido para que una piel ignorante del sol fuera la causa; parecía enfermo. Daba igual, la Browning que yo sujetaba por debajo de la mesa le haría un ombligo sin nudo como no me diera una buena explicación. Las palabras se le amontonaron en la garganta hasta que logró vomitarlas atropellándose unas a otras. Me contó quién lo enviaba, que ella, maldita sea, sabía que no le fallaría y que necesitaba mi ayuda. Debí sacarlo del local a punta de pistola y pegarle un tiro en una pierna, pero, en vez de eso, le dije que continuara. En menos de un minuto resumió su urgencia:

—Le he pedido dinero a Ron y ahora no puedo devolverlo.

Fin de la historia y, en poco tiempo, de su vida. Si le pides dinero al mayor mafioso de la ciudad y no eres capaz de devolvérselo, compra bronceador para el infierno. Le dije que sí, que le ayudaría, pero le pedí algo a cambio; hablar con ella. No le gustó el precio, pero accedió, era su vida la que estaba en juego. Quedamos a las diez de la noche en el puerto, en uno de los pantanales más apartados, y le mandé a dormir.

—Mientras, yo haré unas llamadas y buscaré un lugar donde esconderte —le dije.

Ya solo, recordé los días en los que aquella mujer era todo para mí y yo era para ella el comodín de una baraja infantil. En una mala partida de naipes, rompimos y volvió con el hermano de Drácula que ahora mendigaba mi ayuda. Me pareció que hacía un siglo de aquello, así que hice las llamadas.

A las diez y cuarto me presenté en el sitio acordado. Él ya había llegado. Estaba más nervioso que a la mañana y en la oscuridad su palidez resaltaba como su depresión en una boda gitana. Después de los saludos de rigor, cumplió con su parte del trato. Me pasó el teléfono, al otro lado de la línea oí una voz y un hola se dibujó en el espacio que separaba mis neuronas. Me quedé en silencio, saboreando su incertidumbre, mientras ella pronunciaba mi nombre e intentaba que yo le contestara. Durante treinta segundos no emití sonido alguno; ella, lentamente, dio las gracias en un susurro a un interlocutor ausente. Corté la llamada. Me giré. Saqué la Browning de la funda, miré a los ojos de aquel individuo, que ahora parecía mucho más grande, y le pegué un tiro en la frente. Cayó de espaldas y me sorprendió el poco ruido que hizo a pesar de su tamaño. En mi reloj faltaban cinco minutos para la segunda cita de la noche.

Dando un paseo, me acerqué al final del pantalán y observé los reflejos que flotaban en la superficie en un balanceo continuo y adormecedor. El gorgoteo del agua contra las piedras me trasportó a otro lugar, a un pasado olvidado. Comprendí que personas y sentimientos innecesarios no son más que un lastre y me obligué a arrojarlos por la borda. El ronroneo de un motor interrumpió mi psicoanálisis casero. Me giré en dirección al ruido. Un coche frenó cerca del cuerpo tirado en el suelo. Mientras me acercaba, bajaron dos individuos, abrieron el maletero e introdujeron al finado en su interior con poca elegancia y respeto. Uno de ellos me entregó un sobre.

—Ron te da las gracias —dijo.

Luego se metió en el coche de nuevo. Guardé el agradeciendo en el bolsillo; dinero suficiente para pagar el alquiler de un par de meses y alguna cena con compañía. La felicidad es el conjunto de una buena salud y una mala memoria, recordé haber leído en algún libro de autoayuda. En aquel momento me invadió una profunda amnesia, ya sólo me faltaba encontrar algo de salud.  

domingo, 26 de abril de 2009

La vida duele como pasa el tiempo

—¿Te acuerdas de Beefeater? Al final ha conseguido que le maten.

Que Fran me hablara de un viejo conocido muerto no tenía nada de original, hace años que en la barra de El Hormigón el tema de conversación más socorrido para animar un tarde aburrida de invierno es contar anécdotas de difuntos; para nosotros, lo más parecido a una agenda son las páginas necrológicas del periódico. De todos modos, los tiempos de ir al viejo bar de Rick para tomar la espuela quedaban lejos.

La última vez que vi a Beefeater fue allí: acabada una larga temporada a la sombra, se dejó caer por el bar. Yo estaba en la barra, observaba a Beni, con su traje negro, el cigarrillo entre los labios, la cicatriz cruzándole la mejilla y los ojos pequeños, entornados contra el humo, mientras tarareaba por lo bajo y tocaba al piano As time goes by.

—¿Qué tal? —dije.

Beefeater se sentó a mi lado y yo tanteé bajo el sobaco para asegurarme de que la Browning ocupaba su sitio.

—Bien, es agradable ver las estrellas.

—¿Sin rencor?

Antes de que él me contestara, se acercó el camarero.

—¿Una Beefeater? —dijo.

—Trae una botella de ginebra y otra de güisqui etiqueta negra; invito yo —dije.

Bebimos en silencio hasta que no quedó una gota en ninguna de las dos botellas. Luego, arrastré a Beefeater semiinconsciente hasta la cama de su habitación de hostal, balbuceé una despedida en dirección a la patrona y salí dando tumbos perseguido por la mirada de reproche de la mujer. Él no dijo ni una palabra.

Conocía a Rick y a Beefeater desde que el primero era Ricardo y el otro, simplemente, se llamaba Juan. Siempre iban juntos y siempre andaban en problemas. Ricardo acabó de camello y Juan de policía; pendejadas de la vida. Y no mucho más tarde, producto de una indigestión fílmica en el trullo, Ricardo se convirtió en Rick y se paseaba por el bar donde invirtió los beneficios de su silencio disfrazado de Humphrey Bogart; y apareció Lucía, y a Juan le quitaron la placa y pasó a ser Beefeater.

Lucía llegó del frío. Era polaca, rusa, búlgara o de cualquier otro país del Este, y Juan se enamoró de ella como un imbécil; como uno que no tenía dinero para pagar mercancía de primera. Ella no había venido a España para enamorarse, lo suyo eran simples negocios. Cada noche, Juan intentaba llevársela a la cama y ahogaba el fracaso en Beefeater. Para cuando Lucía se convirtió en la señora Marqués y ocupó portada en las revistas, Juan ya había pagado tanta borrachera con la placa y cambiado su nombre por el apodó que ya no le abandonaría ni muerto.

Horacio Marqués era abogado, gordo, engreído y tenía tanto dinero como cosas que ocultar. De él, a Lucía, sólo le interesaba el dinero.

La mañana que un gorila disfrazado de chofer se presentó en mi casa y me dijo que el señor Marqués quería verme, y se fue sin esperar respuesta y sin prestar atención a mi aspecto desaliñado, yo estaba sobre aviso, me lo había advertido Lucía. En aquel momento, yo no tenía ni para pagar el alquiler del mísero antro en el que malvivía, que también hacía las veces de despacho. La casera soltaba una agria carcajada cada vez que le prometía que en una semana iba a liquidar mi deuda, y si no me había echado era porque resultaba imposible que por aquella pocilga alguien le pagara lo que yo cuando me sonreía la suerte. 

Al asomar aquel día por el portal, enfundado en un traje arrugado que hacía tiempo reclamaba una visita a la tintorería, Berto, el gorila, había olvidado que en ese momento era mi chofer y siguió fumando displicente apoyado en el capó del Mercedes negro. Ya me había sentado en la parte trasera del auto, cuando él pisó la colilla, dio la vuelta, se aposentó en el asiento del conductor y, sin decir ni una palabra, me condujo hasta la mansión de su jefe.

—¿Conoces a mi esposa? —dijo Marqués.

—Leo revistas en la peluquería. Soy un tipo raro, me corta el pelo una mujer.    

Lucía había preparado todo a conciencia: después de tenerme dos días tras ella, dando vueltas por la ciudad pegado a sus talones, una noche se cubrió de cuero y se presentó en el bar de Rick del brazo de Beefeater.

—¿Cómo te va? —me preguntó Rick, mientras abría la pitillera de oro y se llevaba un cigarrillo a los labios después de darle un par de golpecitos en la tapa.

—Hago lo que puedo.

—¿Eso no incluirá buscar problemas?

—Los problemas han llegado antes que yo; dejas entrar a cualquiera.

—¿Lo dices por ti?

No contesté, no merecía la pena discutir cuando en unos minutos la llamada de teléfono que había hecho antes de entrar haría su efecto. Rick se alejó en dirección al otro extremo de la barra con la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y la izquierda agitando el cigarrillo.

Marqués no se hizo esperar: llegó acompañado de su fiel Berto, me miró y yo le hice un gesto con la cabeza en dirección al piso de arriba. Subí tras ellos. La luz era la del tango y por los sofás se repartían parejas de todos los sexos. Al caminar, la moqueta se adosaba a las suelas de mis zapatos y las notas del piano me llegaban nítidas a través del hueco circular de la escalera.

—Te vas a enterar, gilipollas —dijo Marqués.

Berto tenía sujeto a Beefeater por los sobacos y Marqués lanzó un puñetazo al estómago indefenso. Beefeater se dobló como una hoja de papel. Berto tiró de él para incorporarle de nuevo. Ahora fue el puño izquierdo de Marqués el que impactó arrancando a su víctima el aire de los pulmones. Beefeater se retorció boqueando como un pez expulsado de la pecera. Lucía contemplaba la escena desde el sofá con la mirada lánguida, sin importarle el pecho de pezón erecto que tenía al descubierto como una madre amorosa que se dispone a amamantar a su hijo.

Supe lo que iba a ocurrir, por lo visto sólo Lucia y yo recordábamos la Browning que se alojaba eternamente en el tobillo izquierdo de Beefeater; era ambidiestro. El primer disparo hizo que Berto soltara la presa y se echara mano al pie taladrado, el segundo empujó a Marqués más allá de la barandilla y le dejó en el piso de abajo con el cuello partido y un agujero en el pecho que señalaba el lugar donde debería el forense buscar una bala del nueve milímetros parabellum.

—Déjalo ya, Beefeater, no compliquemos más esto —dije mientras le apuntaba a la cabeza con un arma gemela a la que ahora colgaba de su mano.

Él no respondió, sólo miro a Lucía, que ya se levantaba para abrazarse a él y enterrarle la cabeza entre las tetas.

Al Beefeater le cayeron diez años, cumplió cinco. A Lucía no la he vuelto a ver por aquí; hasta ella sabía que en el mundo hay sitios mejores donde gastar la indecente cantidad de dinero que le proporcionó la viudedad; lugares que yo nunca frecuentaré.

 

You must remember this.

 A kiss is just a kiss, a sigh is just a sigh

 The fundamental things apply

As time goes by.

Cantaron los afónicos altavoces de El Hormigón. Fran puso dos vasos sobre la barra y vertió sendas dosis generosas de güisqui. Empujó un vaso hacia mí.

—Le enterraron ayer. Cuentan que Lucía estuvo en el cementerio. Dejó dos rosas sobre su tumba —dijo Fran—. Sabes, conforme pasa el tiempo, me siento más viejo.

No contesté y me bebí el güisqui de un trago; la obviedad no admite réplica.

jueves, 23 de abril de 2009

Cementerios, fantasmas y un paisaje de Turner

—¿Tú crees en los fantasmas?

—Sí, hace rato le partí la cara a uno que alardeaba de cinturón negro de aikido. Aún debe de andar en el callejón.

—Me refiero a los otros.

—¿A los de la sábana y la bola de preso encadenada al tobillo? —dije.

No contestó, se quedó con la vista perdida tras el espejo de la barra, como si el reflejo neblinoso de Fran sirviendo una mesa fuera un paisaje de Turner. 

Parker no iba mucho por El Hormigón; viajaba muy a menudo. En realidad, nosotros nos conocíamos de antes de que comenzaran sus visitas. Era un tipo huraño y bastante raro. La primera vez que nos vimos fue en otra ciudad y en un cementerio; una mañana de invierno, cuando en los almendros se presentía la primavera. Yo había ido hasta allí a cerrar un contrato. Una vez cerrado, me quedé, atraído por las vistas. Así que cuando el llegó estaba sentado en un banco al sol, miraba el mar y fumaba.

—Los muertos no se quejan del humo —dijo.

Luego se sentó a mi lado y me pidió fuego. Le ofrecí el mechero.

—Mejor encienda usted... por el viento.

No le había visto llegar pero, como andaba distraído, no le di importancia. Charlamos y nos sorprendió que los dos viviéramos en la misma ciudad y más que lo hiciésemos en el mismo barrio. La soledad, como el dinero, hace extrañas amistades.

 

Parker siguió con la conversación mientras acariciaba de forma lasciva el vaso vacío.

—Sí… no… Quiero decir que sí, que me refiero a los muertos que regresan, a los que vuelven porque se han dejado un asunto pendiente. Aunque nada de sábanas y cadenas.

—No, no creo en ellos; me resultaría imposible vivir pensando en la de gente que andaría detrás de mí para vengarse y sabiendo que no me bastaría con incrustarles una bala de nueve milímetros entre las cejas para deshacerme de ellos.

Parker le hizo un gesto con la mano a Fran, que ya había vuelto de su excursión por las mesas, y le pidió que rellenara nuestros vasos.

—Acabo de regresar de Barcelona —habló de nuevo después de dar el primer trago de güisqui—. Hace unos días, estaba sentado en el mismo banco donde nos conocimos, en el cementerio. Ya sabes, me gustan los cementerios —aclaró—. Se me acercó un tipo, un desconocido, y me dijo que quería contratarme. «Le pagaré bien», añadió. Siempre ando pelado, le pregunté que cuánto era mucho y qué tenía que hacer para conseguirlo. El tipo me dio un sobre abierto y lleno de tanta pasta como para comprar un piso, y otro cerrado que según él contenía una carta, y según yo, algo más que no supe identificar al tacto. Lo único que tenía que hacer para disfrutar del primer sobre era comprometerme a entregarle el segundo a una mujer…

—Los hay con suerte —interrumpí.

—Eso pensé yo. Eso o que aquello tenía truco; había mil maneras más baratas de enviar una carta. Al final el dinero inclinó la balanza hacia la credulidad en la buena estrella. Él me indicó la dirección de Barcelona donde encontraría a la mujer y me instruyó para que, una vez entregado el sobre, asistiera a la lectura de la carta que contenía y contestara a las preguntas; motivo que justificaba mi participación.

—¿Qué preguntas?

Parker me miró con una sonrisa, encantado de tenerme atrapado en la tela de araña de aquella historia, y yo, para disimular, me bebí de un trago el güisqui que quedaba en mi vaso y, como en el suyo apenas quedaba, le pedí a Fran otra ronda.

—Las preguntas que me haría ella; porque, según él, era seguro que las haría y también que yo sabría responderlas.

Dio un trago, como si en lugar de alcohol el vaso contuviera agua fresca con la que aclararse la voz antes de continuar con su historia.

—«¿Cómo supo que estaría aquí?», le pregunté al tipo después de guardarme los dos sobres en el bolsillo del abrigo. Él me dijo que me había visto otro día y supuso que volvería. Luego, al dar una calada, me sobrevino un ataque de tos. «El tabaco me va a matar», dije cuando conseguí dejar de toser. «De algo hay que morirse», contestó él, se levantó y se marchó sin decir ni una palabra más. Yo me quedé un rato pensando, dándole vueltas, tentado de desaparecer con el dinero y tirar a la primera papelera el otro sobre. ¿Te acuerdas de la lápida que estaba allí al lado? —preguntó cambiando de tema.

Mientras bebía, traté de recordar.

—Vagamente, decía algo así como que el muerto no tenía que estarlo. Una cosa un poco extraña.

—«Aquí yace Javier Alaquia Suárez, sin que debiera hacerlo. Algún día descansará en paz. 1959 – 1996» —recitó de memoria—. Bueno, pues yo di otra calada, apagué el cigarro, me levanté, leí aquel epitafio y me largué del cementerio sin haber decidido nada, pero sin tirar el segundo sobre a la papelera. ¿Tienes fuego?

Ya no fumo y no tenía fuego, pero no tuve tiempo de contestar. Antes de separar los labios, la llama del mechero de Fran ya estaba lamiendo el cigarrillo que Parker se había llevado a la boca. Con la primera calada, tosió.

—El tabaco me va a matar.

No repliqué nada. En lugar de eso,  pregunté:

—¿Qué hiciste?

—Al día siguiente cumplí con mi parte; entregué el sobre. La mujer lo abrió, leyó la hoja que encerraba y se guardó algo que me pareció una tarjeta de las que sirven de llave en los hoteles. Tras la lectura, tuve que soportar que me insultara y que me preguntara mil veces quién era yo, a qué me dedicaba y quién me había encargado que le entregase aquel sobre. Contesté y le di detalles del hombre del cementerio, porque dárselos formaba parte del trato. Cuando desahogó su mal humor o se cansó de injuriarme, me despidió con un portazo.

»Dos días más tarde, mientras disfrutaba en compañía de una puta del dinero ganado, me llamó la policía; querían verme. No me gustan los polis, pero visité la comisaría. Me preguntaron por mi cliente y yo les dije lo que sabía. Luego preguntaron por el contenido del sobre y yo repetí la historia. Por último, me interrogaron acerca de la mujer y les dije la verdad, que antes del encargo no la conocía. Me dijeron que estaba detenida por asesinato. Ella era viuda y había matado al hombre con el que vivía y a su amante. Los pilló juntos en una habitación de un hotel lujoso. Debí de poner cara de escepticismo o a ellos les pareció buena idea no dejar cabos sueltos. Me dieron esto.

Parker dejó sobre el mostrador una hoja cuadriculada escrita con una caligrafía cuidada y clara, Leí:

«El dieciocho de febrero de 2006, a las cinco de la tarde, tu amante estará con otra gastándose tu dinero, el que te ha robado hasta el último céntimo, disfrutando de una suite en el hotel Arts. Si crees que miento, compruébalo tú misma. En el sobre tienes la tarjeta que abre la puerta; habitación 1020. Si te preguntas cómo lo sé, la respuesta es simple: para los muertos no hay futuro.

Querida, al final matarme no resultó tan inteligente».

 

Después de la segunda lectura, empujé el papel hacia Parker. Él fumaba en silencio y, entre calada y calada, daba tragos cortos de güisqui. Le acompañé en la bebida.

—Me pidieron que los acompañara al cementerio. Dudé, por un momento pensé resistirme, aducir cualquier excusa, pero supuse que mi negativa me acarrearía problemas. Al salir de la comisaría se nos unió otro coche. Camino del cementerio comenzó a llover, una fina capa de agua embarraba la calzada y empapaba el ánimo. Dejamos los coches junto a una capilla. Del segundo coche, junto con los agentes, descendió la mujer que yo conocía. Caminamos. Un grupo de deudos se arremolinaba alrededor de una fosa. La lluvia arreció, una decena de paraguas se abrieron como dotados de voluntad propia. Cuatro enterradores con mono azul se apresuraron a depositar el ataúd en el fondo. Apretamos el paso. Un agente de uniforme cubrió a la mujer con un impermeable, yo me subí el cuello de la gabardina. Al llegar al banco, junto a la lápida, frente a un mar de plomo que se fundía con el acero del cielo, la mujer se puso histérica y comenzó a gritar que aquella no era la tumba de su marido, que esa no era la lápida que ella mandó grabar con el nombre y las fechas.

Parker miró el vaso. Estaba vacío; yo no me había dado cuenta. Apuré el contenido del mío. Ahora fue otra vez él quien pidió una nueva ronda. Le noté  inquieto, necesitaba lubricante para continuar con la historia. Mientras Fran rellenaba de hielo y güisqui nuestros vasos turbios, le pregunté a Parker:

—¿Estaba loca?

—No lo sé. La verdad es que allí alguien había gastado una broma pesada. «Aquí yace Javier Alaquia Suárez. Al fin, diez años después, descansa en paz», decía ahora la lápida.

—¿Estás seguro de que fue una broma?

—¿Tú crees en fantasmas?

No contesté. Me bebí de un solo trago mi güisqui. Las paredes comenzaban a moverse. Pensé que al día siguiente tendría una buena jaqueca y decidí olvidarme de los muertos; mejor esperarla en compañía de los vivos.

—¿Recuerdas cuando fuimos de putas y tú no llevabas dinero? —pregunté.

—Claro que sí.

—Pues hoy es un buen día para que me devuelvas el favor. —Me incorporé—. Saca el primer sobre del agujero donde lo hayas escondido.

 

viernes, 17 de abril de 2009

Una mala noche o el demonio azul

Estaba destrozado. Bajé las escaleras de El Hormigón en busca de un rincón oscuro donde llorar y antes del último peldaño distinguí la silueta de Gus que, como siempre, hacia las funciones de perro guardián. Nadie le había hecho el encargo, pero él se pasaba horas y horas en la puerta. Hacía un buen trabajo, servía para evitar que cualquier impresentable incomodara en el paraíso terrenal de los olvidados y, al mismo tiempo, él se sentía importante.

—¿Por qué quitarle la ilusión? —me respondió Fran el lejano día en que le pregunté por la razón de su presencia.

Saludé a Gus con un movimiento cansino de cabeza y él mostró la misma alegría que un busto de mármol.

—Pareces cansado —me dijo—. ¿Estás enfermo?

Lo ignoré y seguí avanzando hacia la boca negra dibujada entre el humo.

—¿No estarás enamorado? —se le escapó entre los dientes de una sonrisa imperfecta.

—Vaya, va a resultar que te gusta esto porque eres un profesional del dolor, un hijo puta que sabe cómo hacer daño.

No contestó y yo seguí mi camino. El local que había atravesado cientos de veces antes, con la misma parsimonia, me pareció la entrada a otro mundo. Cuando uno cruza la línea que separa la falta de interés del desinterés total por vivir ocurren estas cosas. Ver aquellas paredes forradas de olvido me arrastró lejos, muy lejos, y me sentí lúcido. Mi mano calculó, sin necesidad del carbono catorce, que el acolchado color vino tinto regado con garabatos dorados tenía cerca de cuarenta años, los mismos que el enmoquetado verde, salpicado de agujeros producto del abandono y de miles de colillas mal apagadas, que amortiguaba mis pisadas y me daba acceso a una pequeña pista de baile donde una pareja de borrachos se sostenían mutuamente. Algo más allá, en la oscuridad total de los reservados, varias almas descarriaban sobre cuerpos dispuestos. Esquivé las pequeñas mesas rodeadas de sofás circulares, repintados cientos de veces del color de los líquidos derramados, y me aproximé a la barra. Fue sentarme en un taburete y me sentí en casa. Bastó un parpadeó para encontrarme con un güisqui delante de la cara.

—¿Una mala noche?

—No es nada.

Fran tiene tantos años de profesional que fue suficiente aquella respuesta para que se percatase sin esfuerzo de que aquello ponía punto y final a la conversación. Dio la vuelta y se dirigió al otro extremo de la barra con el pretexto de girar unas botellas y colocarlas con las etiquetas vueltas hacia los parroquianos. Enterré la cara entre las manos y suspiré. Me acordé de Ed, el pobre infeliz que se enamoró como todos y después de vivir lo que nunca había vivido le llegó la penuria del adiós; nada original. Se volvió estúpido, tanto que jugando a la ruleta rusa no se dio cuenta de que usaba una automática y se voló los sesos. No fue una gran pérdida para mí, no era de los amigos, de esos a los que sacas de la cama a las tres de la mañana, les cuentas que acabas de asesinar a tu mujer y su única preguntas es dónde enterramos el cadáver. Ésos, los de verdad, se pueden contar con los dedos de la mano de un manco ambidiestro. Aún así, no merecía ese final.

—¡Maldito demonio! —susurré sin notar que se me escapaba por la boca un pensamiento.

—¿El azul? —me preguntó Fran creyendo que trataba de entablar conversación de nuevo.

No dije nada, lo miré mientras él seguía con su aburrido trabajo de girar las botellas y el optó por hacer como si estuviera solo.

—Dicen que te entra por los ojos —continuó—, pasa entonces a la sangre y se distribuye por el cuerpo, de ahí que notes ese cosquilleo interno; en las manos, en los pies, en el pecho. Cuando llega al estómago da la sensación de que tienes un tapón y no puedes comer. Así es él, un maldito demonio azul que poco a poco se esparce, te devora por dentro y ya estás condenado; nada te puede salvar. Sólo te queda esperar a que pase el tiempo y te descompongas como la fruta atacada por un insecto; de dentro a fuera.

Nadie entre los presentes prestó atención, Fran predicaba en el desierto o en algún lugar más húmedo, y sus ojos mostraban el brillo del demonio azul saliendo de su cuerpo; al parecer, sabía de qué hablaba.

Dejó las botellas y regresó donde yo estaba. Por un instante nos miramos en silencio, a ninguno le gustó lo que reflejaban los ojos de otro. La añoranza tiene estas cosas, pensé. Apuré el güisqui de un trago y decidí que lo mejor era irme a llorar a mi cama. Lástima que no tenga una, me dije sin hablar, cuando subía las escaleras y ya Gus, firme en su puesto, había movido la cabeza como un tentetieso en señal de despedida.

jueves, 9 de abril de 2009

La música, los intrumentos y sus fundas

La música es un invento de los humanos para no sentirse solos. ¿Quién no tamborilea mientras espera al que no llega? Quizá por eso agradecimos encontrarnos un día con dos músicos en El Hormigón. No eran buenos tiempos y en el local, desde hacía meses, sobraban huecos vacíos. Imagino que Fran pensó que era un desperdicio y se le ocurrió que la música atraería a los pijos. Si tienes que tener clientes, mejor que tengan dinero.

Aquel día entré despistado y, aún sin acostumbrar los ojos a esa oscuridad que Fran llama con eufemismo penumbra, me tropecé con un pianista que en lugar de un piano aporreaba un órgano conectado a una batería de coche. A su lado, un tipo delgado sacaba poesía de un saxo. Alguien me dijo que el saxofonista era ruso y que al otro no lo conocía ni su compañero de profesión; por lo visto tocaban en distintas estaciones de metro. Imagino que quien los contrato pensó que conocerse les iba a dar igual, con que hicieran ruido ya era suficiente para atraer un poco de pasta. A partir de ese día, para no partirme la crisma, me acostumbré a guiarme por el sonido que se abría paso entre el humo. Tocaban Jazz o algo que a nuestro oído musical atrofiado a causa de los disparos y las sirenas de la pasma le sonaba parecido.

Aquella temporada la música inundó el local como en agosto inundan la playa las mareas vivas de Galicia. La verdad es que al principio la música sonaba desacompasada, sobre todo la que salía de los muñones del pianista. Tanto que hubo clientes que propusieron hacer una rifa y que el ganador le diera una paliza al tipo. Eso sí, lo del ruso era distinto, una música agridulce que compensaba. En cuanto se corrió la voz de que en El Hormigón había conciertos, los niñatos del norte de la ciudad empezaron a venir. Lentamente, los parroquianos de toda la vida quedamos relegados como motas de polvo a las esquinas. Al mes, el del órgano desapareció en dirección a los mismos túneles de los que nunca debió haber salido, previa parada en urgencias para que le colocaran el yeso en el brazo que, accidentalmente, se había roto en el transcurso de una conversación con un miembro de la parroquia. El ruso se hizo el dueño del cotarro. Yo juraría que tomó un curso por correspondencia porque, si antes tocaba bien, a partir de aquel momento de su saxo empezaron a caer las notas como lágrimas de dolor de una mujer herida y los presentes nos quedamos hipnotizados por aquel rubio de mirada enfermiza.

Berta, la cerillera, que mantenía el local surtido de condones y estupefacientes, se enamoró como sólo se enamoran las que viven en las vías muertas y no saben que su tren descarriló hace años. Le pregunté una noche qué veía en aquel delgaducho que apenas conocía nuestro idioma.

—¿Sabes? —dijo—, antes mis orgasmos eran como mear con las piernas cerradas, ahora ya ni siquiera me queda en la entrepierna rastro de olor a sudor rancio; ese hombre ha cambiado mi vida.

No entendí nada, pero lo había explicado con tanto sentimiento que no pude más que mantener la boca cerrada, ¿qué decir?

Se fue corriendo la voz de que en El Hormigón tocaba un ángel y en un par de meses el local se llenó de mujeres dispuestas a oír y hacer cualquier cosa. Algunos chicos, los mismos que habían hablado con el pianista, mostraban poco entusiasmo con la nueva situación. Los demás pensamos que el rubito no tardaría en entender ciertas miradas y se marcharía. No fue así; no sólo siguió tocando, sino que cada día aumentaba su destreza y su pasión. Las féminas lloraban en cada actuación, cada nota del saxo era una pulla envenenada de amor que atravesaba a aquellas mujeres sedientas de cariño. Generoso, él repartía atenciones por turnos, cada noche conquistaba a una como el que gana metros en el pasillo de su casa y cada día vive en una distinta. 

El jazz saxofónico se convirtió en una parte de la vida de El Hormigón que cada día estrenaba adeptos. Una noche entró ella. Nunca nos la hubiéramos encontrado por la calle a no ser en un kiosco de prensa, ocupando la portada de una revista, allí donde viven las mujeres de su tipo, ésas que incluso desnudas van a juego con el postre. Todos nos fijamos, quién no. También el ruso levantó un párpado entre dos notas para disfrutar del paisaje. No supimos qué hacía allí ni de dónde había salido, pero no tardó en convertirse en la diana de todas las envidias femeninas, bastaron los minutos que mediaron entre su entrada y el momento en que todas las presentes percibieron que el músico desafinaba por ella. El ruso aprovechó un descanso para preguntarle a Fran.

—¿Y tú qué le dijiste? —le pregunté yo al barman.

—Joder, qué le iba a decir, que era la fulana del Pincho, que se cuidara de ella, que llevársela a la cama era como poner un helado en la mano de un niño muerto; horas después acabarían los dos mezclados dentro de un jarrón chino.

A los tres días cesó la música. El ruso no volvió ni tampoco el jazz. La vida es tránsito y no hay mejor sabiduría que la que se adquiere en la calle. Igual que contrató a los músicos, Fran debió de decidir que lo mejor era dejar las cosas como estaban y a El Hormigón regresaron las torvas miradas de los antiguos y fieles clientes. Días después le pregunté a Fran por el rubito.

—Ya ves —me dijo—, él no me hizo caso, así que a la noche siguiente el Pincho me visitó y me aconsejó enterrar el saxo; era lo mejor para mantener el negocio a flote.

—¿Y el músico?

—Hay gente para todo; no le pareció buena idea separarse de su instrumento, le había cogido cariño y no quería dejar de tocar. Ahí sigue, tocando dos metros bajo tierra, encandilando a las lombrices.

Sobre la diosa preferí no hacer preguntas, por si se interpretaban mal y terminaba haciéndole los coros a un músico que no supo mantener su instrumento dentro de la funda.

 

miércoles, 1 de abril de 2009

Un trozo de carne

Hay quienes escarban en la memoria en busca de su condición de humanos como niños en la arena, en post de unas gotas del agua refrescante que mana de una vida feliz, de un sentimiento olvidado que a ellos solo les dejó una sonrisa estúpida en el rostro. Maldita sea, hasta yo tengo momentos en los que mirar atrás es la equivocación más entretenida para una tarde de lluvia. Quizá por eso me he acordado de aquel día, de Fredy.

Lo conocía desde hacía años, hasta me atrevo a decir que fuimos amigos, que lo éramos incluso antes de que su cabeza buscara desesperada la bala de una ruleta rusa. Estábamos sentados en el suelo de un callejón infecto, apoyados en la puerta trasera de El Hormigón, a la espera de que Fran sacara la basura para rebuscar en ella con la esperanza de encontrar cualquier cosa con la que engañar al hambre. Por hacer algo, mirábamos a ese infinito que siempre hay frente a una mirada vacía, tapados por un cielo que amenazaba lluvia y esquivando el frío con cuatro cartones.

—Sabes —dijo Fredy como a quien se le escapa una gota de saliva—, en ocasiones grito por el simple placer de oír una voz amiga.

—No digas eso —protesté—, me tienes a mí.

—¿A ti? Yo mismo me vendería por un poco de carne pasada desde hace meses, ¿qué no harías tú? —dijo y remató con un carcajada helada.

Tenía razón; aquel animal me conocía mejor que yo mismo. Llevaba tantos meses sin comer un bocado decente que no recordaba a qué huele un filete. ¡Mierda!, me dije sin hablar, te mataría por un trozo de carne.