domingo, 14 de junio de 2009

Amor, desengaño y el peso del alma

—No como de aquí al infinito, pero… me gustas.

Tres días después de aquella sentencia, Maribel dejó a mi amigo Suso y nunca más la vimos por El Hormigón. Supusimos que cambió de vida, de lugar, que se rodeó de otras personas, de gentes para las que las tardes de los domingos eran sinónimo de té, tranquilidad y conversación interesante.

Suso corrió tras ella, pero él no duró mucho entre aquella gente; a parte de que no bebía té y no tenía conversación, sus nervios eran el órgano más cercano a su piel, vivía en tensión y, si se sentaba, era de espaldas a la pared.

En El Hormigón, usar los muros de respaldo no es original ni una novedad. Desde que abrió, el color más habitual que lucen los clientes cuando dejan de mirarte coincide con el de las paredes; gajes del oficio.

Suso regresó en menos de un mes, pero ya no era el mismo ni volvió a serlo. Ninguna persona enamorada durante un tiempo, largo o corto, conserva la cordura después del adiós. Suso no fue la excepción. A él el abandono le agudizó la paranoia y, en lugar de buscar arrullo entre las pieles usadas, la oscuridad, el humo y el güisqui, no había noche que su jornada no acabara en pelea. Parecía un perro abandonado luchando por evitar que otro congénere le robara un hueso enterrado. Al principio, sus adversarios favoritos fueron los extraños, cualquier tipo que se equivocaba tomando El Hormigón por lo que no era se convertía en víctima propiciatoria. Fran apreciaba a Suso, así que, aunque no era lo mejor para el negocio, le dejó hacer, pero en menos de un mes pasó de espantar a futuros clientes a mandar al hospital a un habitual: le pegó un tiro en un pie porque no le gustaron sus zapatos y se negó a quitárselos.

—No te preocupes —le oímos decir mientras le apuntaba—, el médico te los quitará para sacarte la bala.

La amistad nos cegó, así que para cuando reaccionamos Suso ya le había metido un tiro y lo único que pudimos hacer por el herido fue llevarle a la entrada de urgencias y salir echando leches.

Cuando regresamos a El Hormigón, amanecía. Fran y Suso seguían allí. Fran me llevó a un extremo de la barra y me lo dijo:

—Tú eres el único que se conformaría con darle una paliza a Suso, eso te convierte en el mejor amigo que tiene aquí. Encuentra la manera de convencerle de su error antes de que esto empeore.

Yo no contesté, sabía de sobra que Fran tenía razón; aquella locura tenía que terminar y lo de menos era si la voluntad de Suso tenía que ver con ello.

Me senté en una mesa. Llamé a Suso, que en ese momento estaba en la barra, y le pedí a Fran una botella de güisqui y dos vasos. Cuando ya había rellenado por dos veces los vasos, hablé.

—Esto no puede seguir así, tienes que entenderlo.

Mi voz sonó suave, pero mi mano derecha sujetaba la Browning por debajo de la mesa; no era cosa de correr riesgos. Las palabras no sirvieron de nada y mentiría si dijera que eso me sorprendió.

Al día siguiente visitamos el cementerio. Para compensar los veintiún gramos del peso del alma ausente, el cuerpo de Suso contaba con los veinticuatro de las tres balas de nueve milímetros. Mi único consuelo es que estaba tan borracho que, para cuando se descubriera los agujeros del pecho, al menos llevaría dos días de resaca en el infierno.

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