Si por algo me gusta El Hormigón es porque no hay en toda la ciudad un sitio mejor para conocer gente de lo más extraña. Si se es un tipo tan raro como yo, al que hace años prohibieron la entrada en el frenopático porque incomodaba a los locos, pocas cosas resultan más interesantes.
—Parece que tienes otra noche animada.
Apenas quedaban mesas libres y un insólito aire festivo desdibujaba las caras. Llevábamos una semana así y yo lo achacaba a la nueva ornada de chicas que frecuentaban en lugar.
—Gracias a ella.
Fran señaló a la pequeña Adriana que levantó su copa a modo de saludo. La felicidad de Fran se le derramaba por los ojos. Verle enamorado era una novedad de la que me resultaba imposible predecir el desenlace.
Adriana era brasileña, sabía cómo hacer que un hombre se sintiera único y también cómo manejar a media docena de chicas, todas compatriotas.
Hasta Berta estaba feliz.
—Con los hombres ya no tengo nada que hacer. Mírame, ¿qué clase de degenerado estaría dispuesto a pagar por acostarse conmigo?
—Berta, eres una mujer maravi…
—No me jodas, no sabes mentir ni te lo pido. Yo también te quiero, aunque sólo sea por la cantidad de veces que hemos compartido borrachera.
Bebió un trago del güisqui que tenía en la mesa. Sobre los muslos mantenía una especie de maletín lleno de tabaco, cerillas y cajas de condones. Yo sabía que también tenía un doble fondo y lo que había dentro.
—Viejos, cerdos o borrachos, o todas las categorías juntas; esos son los que me llevan hasta un reservado. Ellas son una bendición. Además —señaló el maletín—, las ventas han subido mucho.
Una de las chicas de Adriana le hizo una seña desde una mesa alejada y Berta apuró de un trago el güisqui que le quedaba y se marchó con su maletín sujeto a modo de mostrador, colgando del cuello por una correa. Al observarla alejarse, las piernas ceñidas por una medias negras caladas, elevada sobre unos grandes tacones de aguja y tañendo su trasero voluminoso, me pareció que miraba una vieja película en blanco y negro.
—Le invito a una copa.
Me sorprendió, no recordaba su cara ni le recordaba a él y, por su aspecto, era de esos que es imposible que se te olviden. Vestía un traje crudo de alpaca y, a su lado, sobre la mesa, descansaba un sombrero panamá. Sus ojos parecían a punto de escapar de unas grandes gafas de concha. No pude adivinar su edad, lo único seguro es que hacía tiempo que había superado los cuarenta años.
—¿Nos conocemos?
Se levantó, cogió su vaso y, dejando el sombrero donde estaba, se acercó a la barra.
—Yo le conozco a usted, pero no creo que usted sepa quién soy.
Mi mano derecha dejó el vaso sobre la barra y descendió hacia la parte trasera de mis riñones.
—Para hablar conmigo no necesita un arma. Déjeme que le pague esa copa y charlemos en la mesa tranquilamente.
No me pareció que hubiera motivo para desperdiciar una invitación, así que le hice un gesto a Fran para que nos sirviera una ronda en la mesa y seguí al tipo.
—Usted es un hombre singular.
—Sí se mira usted al espejo y luego a su alrededor, verá que usted resulta mucho más raro.
—Yo hablaba de usted, no de mí.
Mi mano derecha desapareció bajo la mesa.
—Y puede dejar tranquilala Browning y escuchar; le aseguro que esto le interesará.
Nos miramos. Si los ojos los cargara el diablo, hubiéramos muerto entre llamas.
—No le robaré mucho tiempo, aunque sé que eso es lo único que le sobra. —Sonrió—. Represento a una fundación… en realidad, para nosotros, es LaFundación. Nuestrafinalidad es la de cumplir cualquier deseo de nuestros miembros. Y le aseguro que nadie usa la palabra «cualquier» en un sentido más literal. Usted es un tipo sin escrúpulos, nada le importa, carece de moral y está en la más absoluta de las ruinas. Por eso le he elegido.
Fran se acercó, dejó dos vasos con hielo sobre la mesa y vertió dos generosas porciones de güisqui.
—Deja la botella, voy a necesitar varias dosis para continuar con esta conversación —le dije.
Cuando nos quedamos solos de nuevo, pregunté:
—¿Y qué se supone que tengo que hacer yo a cambio de tanta generosidad?
—Nada especial. Sólo existen tres obligaciones básicas: conseguir cinco nuevos miembros para La Fundación, prestar ayuda a los demás socios si, dadas nuestras habilidades especiales, ésta nos es requerida y la fundamental; ganar dinero divirtiéndonos. A cambio, La Fundacióngarantiza el cumplimiento de todas nuestras necesidades. Y, por supuesto, es ella la que nos facilita los medios necesarios para llevar a cabo el «negocio» elegido. De entrada, como muestra de bienvenida, ofrecemos a nuestros nuevos miembros un tiempo indefinido de ocio, de descanso. El necesario para satisfacer esos sueños inalcanzables que todos hemos tenido alguna vez. Le garantizo que los suyos no serán nada originales: viajes, mujeres, coches, barcos… al fin y al cabo, nada más que bienes materiales. La Fundación le facilitará todo lo que quiera, con la única limitación de que usted sólo será usufructuario. La propiedad privada no existe entre nosotros, todos los bienes pasan a formar parte del patrimonio común y allí permanecen, en especial el dinero. —Sonreí con sarcasmo y él pareció adivinar lo que estaba pensando—. Créame, pocas cosas hay tan innecesarias como el dinero, se lo aseguro. Sobre todo cuando lo único que tiene que hacer para disfrutar de algo es pedirlo.
—¿Y de dónde sale esa fortuna inacabable capaz de satisfacer cualquier locura? —pregunté más divertido que intrigado.
—No me está tomando en serio. No me gustaría llegar a la conclusión de que me he equivocado al escogerle.
Con parsimonia, cogió el vaso y bebió. Me llamó la atención detectar cierto deleite al saborear el inmundo güisqui de garrafón. Fran ni siquiera se había molestado en disimular y la botella carecía de tapón irrellenable y en una indeterminada vida anterior había contenido vino de Rioja. Cuando apuró el vaso, se sirvió más de la botella.
—Hacía años que no disfrutaba de un licor tan infecto. —Sonrió—. Acabará echándolo de menos.
En aquellos momentos había dejado de mirarme, como si no me hablara a mí. Sus ojos parecían opacos, cubiertos de unas repentinas cataratas. Al poco, sus pupilas regresaron a la vida y me buscaron. Cuando me encontró, sentado frente a él como no había dejado de estar, pareció sorprendido.
—Mire, le pondré un ejemplo, el último, después la decisión será sólo suya. Para usted la vida del prójimo no tiene ningún valor, los ojos le brillan cada vez que su mano toca las cachas nacaradas de su pistola. Ahora, imagine cuanta gente estaría dispuesta a pagar una fortuna porque determinados indeseables desaparecieran. Ahí tiene un buen negocio. Es una empresa demasiado arriesgada, me dirá usted, y yo le contestaré que sólo si quien la afronta carece de los medios adecuados. Piense en la Cia o en elMosah; buenas armas, los mejores abogados, testigos comprados, jueces y policías corruptos, incluso gobiernos. Además, siempre puede cambiar de negocio cuando desee. EnLa Fundación confiamos ciegamente en la inteligencia de nuestros miembros.
No dijo nada más, se bebió lo que le quedaba en el vaso, dejó sobre la mesa dos billetes de cincuenta euros y se levantó como si llegara tarde a la cita más importante de su vida. Cuando ya estaba al pie de la escalera, se volvió.
—Piénselo. Tendrá noticias mías.
Durante días intenté averiguar de qué manicomio se había escapado. Fran aseguraba no haberle visto nunca antes y nadie en el barrio me supo dar señas de él. Al cabo de una semana, aquel tipo no era más que otro borroso recuerdo, uno más de los subproductos que el alcohol deja por las mañanas en mi cabeza.
Un mes después, una amanecida en la que buscaba oxígeno en el hedor a basura del callejón tras horas de tratar inútilmente de consolar a Fran por la reciente ausencia de Adriana, que se había marchado sin decir adiós, me llegó el inconfundible aullido de las sirenas de la policía. Empujado por la curiosidad y el bonito color de la sangre, me acerqué hasta una calle cercana. Tras el cordón policial, un tipo vestido de alpaca estaba sentado en la acera con la espalda apoyada contra unFerrari rojo. Como si la pintura de la carrocería se hubiera transferido a su camisa, dos círculos del mismo color señalaban su pecho y sus gafas de concha se apoyaban ladeadas en sentido opuesto al hombro en que reposaba su cabeza. Eché en falta el sombrero panamá. Dentro del coche, sentado en el asiento del copiloto, con el pelo enmarañado y sin ninguna expresión de vida, estaba el hermoso cuerpo de Adriana. Se había resuelto el misterio. Pensé en Fran; era mejor que se enterara por mí. A los cinco segundos dudé, ¿no sería esta la particular medicina que Fran había administrado a su depresión?
De camino a El Hormigónno dejé de pensar en que alguien me había robado el negocio y me sentí como un huérfano abandonado en la inclusa; nadie satisfaría allí mis deseos.
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