Había quedado en encontrarme con Joe en El Hormigón, pero, cuando me saludó poniendo su mano en mi hombro, me sobresaltó tanto que al cruzarse nuestras miradas en la mía había asombro y en la suya el pánico que le causaba verse encañonado por mi Browning. Era tan insólito que un tipo como Joe se sentara a tomar una copa en un antro semejante a éste que se me había olvidado la cita.
Joe y yo nos criamos juntos, fuimos juntos a la escuela, al instituto y a la universidad; ahí se acabaron las coincidencias. Ahora nuestra extraña amistad consiste en invitarme a comer en restaurantes en los que, de no ir con él, no me dejarían ni entrar de camarero.
—Disculpa, es la falta de costumbre.
Fran se acercó, rellenó mi vaso y le sirvió un güisqui a Joe que nadie le había pedido. Joe dio un trago y puso una indescriptible cara de asco.
—Estoy hecho una mierda.
—No te preocupes, es el güisqui, no estás acostumbrado a beber veneno del hospicio.
—No lo decía por la bebida, pero tienes razón en algo; jamás me atrevería a llamar a esto güisqui. Si un día se equivoca un escocés y baja esas escaleras —señaló—, aquí ocurrirá una desgracia.
—La desgracia la tendría él —contestó Fran, inmiscuyéndose en la conversación.
—¿Y a ti…?
Joe tropezó con la mirada de Fran y decidió dejar la pregunta inconclusa.
—Joder, que carácter tiene el barman —me dijo a mí por lo bajo cuando Fran se dio la vuelta para dejar la botella en un estante y coger otra de distinto destilado alcohólico.
—No es mal chico. Un poco cabrón, sí, pero no mal chico.
Fran se volvió a mirarme. En mi tono había guasa y en mi cara una sonrisa. Por si acaso, vigilé sus movimientos y no me relajé hasta que dejó la botella sobre el mostrador.
—Recuérdame lo que piensas la próxima vez que tenga que fiarte o estés metido en un lío.
Mientras hablaba, Fran se agachó, sacó unos botellines del cajón frigorífico, los dejó sobre una bandeja, los acompañó de vasos con hielo, colocó a su lado la botella y salió de la barra para servir una mesa.
—Anda, vayámonos a cenar por ahí. Pago yo.
Sobraba la aclaración.
—Ayer fui a comer con Laur.
Estábamos sentados junto a una ventana. Desde allí, la dársena deportiva tenía el tamaño de un acuario, las luces del puerto parecían luciérnagas prendidas con alfileres que luchaban por escapar sin lograrlo y los coches dejaban caducas líneas de colores sobre el asfalto. El restaurante de aquel hotel estaba tan alto que, si a Dios le daba por estornudar, nosotros pillaríamos un constipado.
Laur era una compañera de la universidad, la más lista, pero a ella no le interesaba el dinero. Hubo una época en la que los dos peleamos por ella; yo creí haber ganado. Que Joe comiera con Laur no tenía nada de especial, ni siquiera aunque llevase más de diez años casado, con otra.
—¿Y?
—Que estoy hecho una mierda.
Era la segunda vez que salía con aquello. De camino, en el taxi que habíamos utilizado para desplazarnos desde El Hormigón, la conversación había tomado otros derroteros. Él me había preguntado por mi vida y yo por la suya, y los dos habíamos contestado con banalidades y frases vacías, como debe ser entre dos viejos amigos que desean seguir siéndolo.
—¿Qué pasa? —pregunté, porque sabía que si no lo hacía él no pasaría de esa frase.
—Mi mujer me engaña.
No veía porque eso tenía que ser un problema, ni tan siquiera tenía claro que el engaño no fuera parte indispensable de cualquier matrimonio. Preferí un comentario menos comprometedor aunque no menos cierto.
—No soy un buen consejero sentimental. Pedirme a mi consejo sobre cómo tratar a las mujeres es lo mismo que buscar consuelo en un sepulturero.
—Ya, por eso invité a comer a Laur en lugar de llamarte a ti.
—Pero, por lo visto, tampoco funcionó —dije algo resentido.
Mientras hablábamos, los dos ojeábamos la carta. Yo lo hacía sin interés; en nuestras citas, Joe es siempre el que elige la comida y el vino. Me ahorra un esfuerzo y garantiza que no me equivocaré. El metre tomó nota de los platos que Joe le dictó y un sumiller intercambió con él impresiones sobre el vino más adecuado para el menú. Tras el ritual de cata y la aparición del primer plato, Joe cayó en uno de sus mutismos.
—Se acuesta con otra mujer.
—El vino está muy bueno, pero creo que ahora necesito un güisqui.
Aún faltaba el segundo plato y ya nos habíamos bebido una botella, pero aquella nueva confesión me había puesto nervioso y me apetecía algo más fuerte. Joe hizo una señal al camarero y pidió dos bourbon. Después de mediar el mío, que nada tenía que ver con el desinfectante que servía Fran en El Hormigón, pregunté:
—¿Qué hay de especial en que sea una mujer?
—Joder, eso mismo dijo Laur.
No sé si me preocupó más oírle decir un taco o que Laur y yo opináramos lo mismo de algo.
—Hasta tú deberías ver la diferencia —siguió—. Si fuera un hombre podría partirle los morros o encargar a un tipo como tú que le metiera una bala en la cabeza; pero con una mujer...
—¿Eso fue lo que le dijiste a ella? Imagino la respuesta que te dio.
—No la hubo... respuesta, me refiero. Ella se quedó en silencio, mirándome, y yo le pedí su opinión, puse en la mesa la duda que llevaba días bailando en mi cabeza, la que ha seguido allí hasta esta mañana. «No sé si lo adecuado es que le diga a Mer que le pida a su amante que se venga a vivir con nosotros o si debo seguir como si no supiera nada», le dije.
—¿Y qué te contestó?
—Nada, así que yo interpreté que no había entendido, que no comprendía cuál era el problema. Un problema sencillo; sabía que tenía una amante pero no quién era. Si le pedía a Mer que la invitara a vivir con nosotros, siempre era posible que no nos cayéramos bien.
—Ya, nunca se me habría ocurrido verlo desde ese ángulo.
Joe me miró, hubiera jurado que buscaba ironía en mis palabras. Como mi cara parecía una lápida carente de emociones, siguió:
—Y, por otro lado, me preocupaba que a Mer le molestara saberse descubierta; que nos pillen en falta no es agradable.
Ahora fui yo el que busqué sus ojos; no me pareció que aquello fuera una broma.
—¿Y qué te dijo Laur?
—De entrada nada. Nos pusieron la comida y, ya sabes, a mí no me gusta hablar mientras como. Cuando se come hay que disfrutar de lo que haces.
No me molesté en preguntarle qué coño hacíamos nosotros dejando que se enfriara la merluza del segundo plato. Pareció comprenderlo él solo y se puso a comer sin decir una palabra más. Le imité.
Con los cafés, pedimos otros dos güisquis. Mientras bebía el primer trago, observé cómo un trasatlántico abandonaba el puerto. En la distancia, parecía una maqueta iluminada.
—Luego nos trajeron el postre —siguió como si la comida hubiera sido una breve interrupción—, yo tenía prisa, me esperaban unos clientes, así que quedamos en vernos otro día. Esta mañana me envió un correo electrónico.
—Tienes suerte, a mí no podría haberme mandado nada, no tengo ordenador ni sé cómo usarlo.
Joe me miró un instante. Si en lugar de él hubiera sido otro, yo habría buscado mi Browning. Con él me limité a sonreír y preguntar:
—¿Qué te decía?
—Bueno, se disculpaba por no haber sido de mucha ayuda. Luego me explicaba que no creía que fuera una buena idea, la de invitar a la amante de Mer a vivir los tres juntos.
Sacó un trozo de papel de un bolsillo, lo desdobló y me lo dio por encima de la mesa.
—Éste es el mensaje.
Leí:
«Joe, no quisiera pero nuestra amistad me obliga a ello. No me parece buena idea ésa de pedirle a Mer que invite a su amante a vivir con vosotros. Seré sincera, hace tiempo viví contigo y me resultaste insufrible como compañero de cama, y si sólo se trata de seguir como amigos, prefiero que continuemos cada uno en nuestra casa».
De haber recibido un mensaje similar, yo también hubiera estado hecho una mierda, pero no dije nada; no me pareció oportuno mostrar tanta solidaridad.
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