—He tocado fondo
Los vasos del último güisqui aún guardaban el helor de nuestros labios, descansaban enmarcados por un cerco circular que parecía esculpido en la barra para recordarnos nuestro lugar.
Mauricio había subido delante por la escalera, empujado la puerta y hablado como para sí, mientras miraba más arriba de los contenedores de basura, más allá de las cornisas que delimitan el callejón. Allí una luz rojiza nos recordó que las estrellas pronto se ocultarían tras el sol.
—Tranquilo —le expliqué—, no hay nada que no cure una borrachera y la conversación tranquila con una mujer desnuda.
—Esto no lo arregla nadie —sentenció en un murmullo, sin bajar la cabeza.
Mauricio era de los veteranos y me apenaba ver a una institución como él a la deriva en un güisqui sin hielo.
Había ido al médico, mira que se lo había dicho:
—El galeno sólo encontrará un motivo para que dejes de vivir.
No me hizo caso y al final se enteró de que se moría y apenas le restaba tiempo suficiente para despedirse con un guiño.
—¿Cuánto me queda, doctor? —preguntó.
—¿Qué hora es ahora? —respondió el médico distraído, aséptico de sentimientos.
—Búscala —susurró.
Yo sabía bien a quién se refería y en dónde encontrarla.
—Dile que me he ido y que la esperaré en el infierno.
Ahora fui yo el que toqué fondo. Oír a Mauricio pedir un favor de esa índole sólo quería decir una cosa: estaba bien jodido. Recordé el día que se conocieron. Charlábamos sobre nada en una esquina de El Hormigón cuando entró ella y se acomodó en un taburete de la barra. Tenía la belleza oculta tras una mirada manchada de rimel. Fran le sirvió algo de beber. Ella, con cada sorbo, rellenaba el vaso con sus lágrimas. Mauricio se levantó sin decir palabra y se sentó cuatro taburetes más allá. Pidió una copa, Fran le colocó un güisqui a un metro de sus brazos, al lado de la mujer; una buena excusa para comenzar una conversación, uno de esos gestos del barman que nos recuerdan que posee la sabiduría de un Buda y la mala leche de un rapero herido de bala.
—Si quieres otra copa, pídesela desde cuarto de baño—le aconsejó Mauricio a la mujer—, con suerte te pondrá la bebida cerca de donde estás ahora.
Ella sonrió y por un segundo olvidó que tenía motivos para llorar. Después de aquella noche Mauricio no volvió a ser el mismo.
Hacía mucho tiempo que yo no visitaba el Sputnik. Ahora que lo pienso, no sé porque dejé ir. Supongo que todo me cansa, menos El Hormigón. Quizá es que cuando te haces viejo incluso te molestan los lugares en los que tu juventud perdió la vergüenza, el dinero y el semen. No tuve que esperar mucho. Ella bajó las escaleras como si fuera una diva de cine de los cincuenta; y no lo digo sólo por la pose. Alguien le susurró al oído y no tardó en percatarse de mi presencia. Estaba claro que me habían visto entrar y me vigilaban.
—¿Quieres algo especial? —me dijo después de acercarse con la parsimonia asexuada de una sexagenaria.
—Sabes por qué estoy aquí —le espeté.
Le temblaba una mano, por su bien esperaba que fuera deformación profesional y no el Parkinson. No se dignó mirarme a la cara, dirigió la vista al suelo y sus palabras al aire enrarecido
—Y tú, que lo de Mauricio se acabó. ¿Qué quiere ahora?
—Yo sólo soy el mensajero y vengo a decirte que Mauricio se muere, le queda menos vida que a ti ganas de volver a subir a una de las habitaciones de este puto antro. Vas a ir a verlo, le vas a dar un beso, conversación y un motivo para morir sonriendo.
—¿Y si no quiero?
Me levanté sin dejar de mirarle a los ojos. En los suyos el pánico era evidente. Tanteé en mi chaqueta en busca de una respuesta. Debo de estar envejeciendo, me costó tomar una decisión y no estoy convencido de que fuera la adecuada. Cuando mi mano regresó, en ella sólo había un billete de veinte que solté sobre la barra. Me fui sin decir palabra.
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