Aburrido y con el optimismo de un condenado a galeras, decidí cambiar una hamburguesa traída en patera por un güisqui y unos panchitos revenidos en El Hormigón. Era pronto, imposible que Fran hubiera levantado el cierre, así que opté por dar una vuelta. Caminé sin rumbo hasta perderme; de día no hay gatos pardos, la única especie en la que soy capaz de diferenciar a sus componentes. Cuando empezaba a pensar que no comería nada hasta la hora de la cena, oí una sirena. Mi primer impulsó fue correr, pero al llegar a la primera esquina recordé que mi última visita a la cárcel era tan reciente que aún no había motivo para la huida. Di la vuelta y me dirigí hacia el sonido buscando algo que me animara el día. Un pequeño grupo de personas me señalaba el lugar adonde dirigirme. Hacía calor y, con las prisas, llegué resoplando. Me hice sitio con los codos. No pasar, rezaba la cinta plástica de la policía. Desde esa atalaya privilegiada observé un cadáver envuelto en un plástico color aluminio.
—Cómo han cambiado los tiempos —le dije media hora más tarde a Fran.
Él me miraba mientras me servía el segundo güisqui y el primero ya había caído por mi gaznate devolviéndome la vida.
—Antes a los muertos los tapaban con una manta carcelaria, las mismas que daban en el servicio militar.
—¿También se las daban a los prófugos?
No tenía yo humor para cuestionar el del barman, así que le perdoné la vida con una mirada y seguí a lo mío.
—Siempre me pareció una falta de respeto cubrir al muerto con algo que produce un picor insoportable, es como si ya no te importara. Ahora es distinto; le empaquetan como a un bocadillo de jamón.
—¿Y eso es más considerado?
—Pues no lo sé, pero al menos le ahorran los picores.
Cerca del bocadillo se arremolinaban varias personas, unos con uniforme policial, otros de paisano y además estaban los enfermeros de la innecesaria ambulancia. Todos charlaban, miraban al suelo, esperaban, imaginé que al juez que tenía que levantar el cadáver. Entre los espectadores empezaron a circular los rumores: habrá sido un ajuste de cuentas, seguro que es un robo, un infarto. Un cura aseguraba que era el castigo a un adulterio y un tipo con pinta de cenizo, que el fiambre había resbalado, golpeado la cabeza con una papelera colocada en un sitio estratégico y ¡zas! ¡Maldito Ayuntamiento!, gritó alguien.
Una ráfaga de viento levantó el plástico que cubría el bocata, apareció una capa roja y un casco militar antiguo; el cadáver estaba disfrazado de soldado romano. Un «¡oh!» se apoderó de la calle. El gentío se animó y con él mi vida. Entonces llegó ella. Los policías la saludaron y no vi que llevara ningún fonendo; así que supuse que era una inspectora y, si no la conocía, debía de ser nueva en la ciudad. Vestía un pantalón vaquero que hacía funciones de segunda piel y una camisa negra. Llevaba el pelo recogido como una gavilla de trigo en el verano, sus ojos eran más grises que el cielo de otoño y la piel del color del azúcar de caña.
—Es la mujer más atractiva que he visto nunca.
—Jamás falta una mujer. Y cuanto más bella más dolor.
Afuera llovía y yo había descendido otra vez las escaleras de El Hormigón para esperar que escampara. Fran barría el local con desgana.
—Puede ser. Deja la escoba y sírvenos la espuela. Invitó yo.
Fran ignoró el tono beodo de mis palabras, apoyó la escoba en el mostrador y pasó al otro lado.
—Va a ser una noche muy larga.
Durante varias semanas la busqué por las comisarías. Los policías se sorprendían al verme aparecer por allí voluntariamente. Ni rastro. No sabía qué hacer ni cómo localizarla, pero no me hacía a la idea de perderla para siempre. Mi vida se volvió aún más oscura.
Una mañana, oí de nuevo la sirena de la policía. Dejé en el mostrador la cerveza que tenía a medio tomar y eché a correr sin pagar la consumición. Llegué sin aire, excitado por la carrera y por la posibilidad de verla de nuevo. Allí estaba la cinta policial delimitando la zona y el bocadillo. También había un coche con un bollo en el capo y los faros rotos. Ella no llegó.
Pasó el tiempo y el recuerdo de nuestro encuentro no se borraba. Nunca pensé que podría enamorarme de una inspectora de policía; el amor es muy raro. Necesitaba un asesinato, que alguien dejara este mundo de forma violenta para que ella viniera a mi encuentro, para verla y disfrutar de su estampa.
—Quizá eso me bastara.
—Eres el tipo más raro que frecuenta este infierno y, créeme, eso es mucho decir.
No estuve muy seguro de que Fran hablara para mí, pero no me apetecía discutir con él. Le dejé alejarse a servir una mesa llena de marineros tatuados con aspecto de acabar de desembarcar de una novela de Álvaro Mutis. Berta aguantaba con una sonrisa los lascivos requiebros que la dirigían varios de ellos mientras les servía un surtido de todas sus mercancías. En la espera, terminé las patatas rancias que acompañaban aquella noche al güisqui.
Fran regresó, no había olvidado que tenía pendiente ponerme otro güisqui; no deja de sorprenderme el profesional que se esconde debajo de su aire despistado. Antes de preguntar, le estudié mientras echaba un par de cubitos más en mi vaso y luego lo rellenaba de licor con parsimonia. As time goes by sonaba de fondo. No recodaba desde cuando había vuelto la música a El Hormigón.
—¿Conoces alguna tienda de disfraces bien surtida?
Dos días más tarde me encontré en medio de otro tumulto. Esta vez yo llegué antes que la sirena; ella, a los cinco minutos. Descorrió la cremallera del bocadillo y todos pudimos ver a otro hombre con capa, pecho metálico, espada y casco; otro soldado de la época de Cristo. Estaba preciosa con el pelo suelto. Pensé que el cambio de peinado se debía a mí.
—La he vuelto a ver. Está todavía más preciosa.
Fran hizo ademán de hablar, pero una rubia de bote le llamó desde el otro extremo de la barra. Tonteaba con uno de los habituales, imaginé que había logrado engañarlo para que le pagase una copa. Hacía calor, el verano parecía más tórrido que nunca y el humo del tabaco era el único aire acondicionado de El Hormigón.
En seis meses tuvimos trece citas más, todas acompañadas de bocadillo y de un grupo de gente que cada vez se sorprendía menos al ver a los soldados romanos. Pero ella seguía sin prestarme atención, sólo alguna vez se cruzaron nuestras miradas y sentí un escalofrío en el cuerpo. Pero como el tiempo todo lo cura, comencé a notar su desinterés por nuestra relación al octavo bocadillo y yo lo perdí por ella al undécimo. Regresé a mi vida anterior.
—¿Por qué no pones un poco de música?
Le pregunté una noche a Fran.
—Sólo tengo un disco.
—Es igual, me gusta eso de que el tiempo pase, todo lo hace. Ya no estoy enamorado.
Me pareció que Fran sonreía, aunque nunca se puede estar seguro de qué significan sus gestos.
—Entonces, ¿se acabó todo?
—Sí, ya estaba cansado. Matar no me cuesta y no me importaba el dineral que me estaba gastando en disfraces; pero ni te puedes imaginar lo agotador que es vestir a un muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario