miércoles, 11 de marzo de 2009

Cirus y la arena en los bolsillos

En El Hormigón todos tenemos pasado, casi siempre más que futuro. Yo, por motivos de salud, no suelo preguntar ni por lo uno ni por lo otro. El mío, el pasado, lo dejé el día que conocí a Cirus. Él ya estaba muerto, tendido bocabajo, el rostro reposando en el asfalto y la mirada perdida en post de la vida. Cirus era un iluso. El forense, entre calada y calada a su pipa, comentó que como poco llevaba muerto cuatro horas. Di una vuelta por la zona y, por mi cuenta, deduje que la causa de la muerte era el puñal que llevaba clavado en la espalda.

Invertí poco más de una semana en empaparme de la vida de Cirus. El tiempo que me costó sentirme cómodo calzando sus zapatos, durmiendo en la misma postura que él, de copas con sus amigos y acostado con sus amantes. Para saber qué había ocurrido tenía tres pistas: un puñado de arena en los bolsillos de su chaqueta, una postal y un albornoz nuevo con el escudo de un hotel colgado en su cuarto de baño. No era mucho, pero más difícil es distinguir una gota de agua mineral vertida en el mar.

La postal era de la pirámide de Giza y su reverso, un borrón de tinta en el que sólo fui capaz de distinguir una palabra: «morirás». Bajo el escudo del albornoz se leía: «Conrad Hotel - El Cairo». Además estaba la arena. Volé a Egipto.

Subir a un avión sin ser arrastrado por las aspas fue una grata novedad, no resultó tan grato que el fabricante del aparato fuera el proveedor de montañas rusas de Disney. Por suerte, las enfermeras de abordo eran muy agradables y comprensivas; me surtieron de cuantas bolsas de papel necesité.

Al llegar me hospedé en el mismo hotel que el finado, me pareció más sencillo para hacer averiguaciones. No tardé en enterarme de un par de cosas que consideré importantes: Cirus llevaba siempre un maletín y se le vio  acompañado de una mujer. El maletín era del tipo funda de violín. Los músicos guardan allí su instrumento, los asesinos su metralleta. La mujer era la señora Dublonsqui, egipcia, rica y viuda reciente del señor Dublonsqui. Cirus asistió al entierro del marido. Por suerte ella aún lloraba su ausencia retozando en la piscina del hotel, quizá que fuera la nueva propietaria tuviera que ver en ello. Le dejé una nota en su casillero, por la tarde otra en el mío me citaba en la cafetería del hotel. Llegó dos güisquis tarde, ojalá hubiera esperado varios más; era la mujer más fea que había visto en mi vida. No me extraña que los egipcios estén orgullosos de sus momias, algunas todavía caminan. Tenía la belleza del que ha muerto atropellado por un tren de mercancías. Se sentó y en cuestión de segundos un camarero le trajo un güisqui, con el mío tardó más.

Me suponía escritor, no se me había ocurrido nada mejor; memorias de célebres norteafricanos. Su difunto no lo era, pero, como no hay mejor amnésico que la vanidad, coló. A lo diez minutos sospechaba de la buena acogida de mi mentira; la novia de Tutankamón me echaba los tejos. Estaba sola, era una mujer con necesidades, le urgía un hombre. Dios santo, pensé, el máximo placer carnal al que puede aspirar esta mujer es sentarse desnuda en la cara de su difunto y pretende que me acueste con ella, está loca. Tenía que acabar con aquello.

—¿Qué sabes de Cirus?

Enmudeció.

—Fue mi amante. Mi marido le pagó para que me dejara.

Ahora sí sentí pena por Cirus; yo lo hubiera dado todo por poder abandonarla. Que el difunto Dublonsqui hiciera lo contrario demuestra que la riqueza y el buen gusto pueden estar reñidos.

—¿Cómo falleció su esposo?

—Fue un accidente, resbaló y se clavó en la yugular la estilográfica que llevaba en el bolsillo de la americana.

Los ricos siempre tienen que llamar la atención, pensé. Me levanté y salí a escape para no pagar las consumiciones; la fuerza de la costumbre. Si Cirus no era más que un gigoló de tres al cuarto, ¿qué hacía paseando por Egipto con una metralleta?

 

A los tres días volé de regreso. El viaje de una semana había llegado a su fin y no había resuelto el caso, estaba hundido. Es cierto que los dos últimos días los pasé hospitalizado por una insolación. La viuda me persiguió como una medusa en celo y, en un intento desesperado de huir, me interné por las arenas desérticas. Me encontraron delirando. La muerte me hubiera ahorrado la vergüenza, suerte que yo no sea de los que ahorran.

En el aeropuerto no había nadie. Al día siguiente, en la comisaría, me enteré de que habían detenido al asesino de Cirus; un ladrón que pensó que en la funda había un stradivarius.

 

—No he querido preguntar más ni averiguarlo.

—¿Y has decidido venir aquí a espantarme la clientela?

El amanecer descendía por las escaleras de El Hormigón como una neblina rojiza. A falta de un gato de escayola que me prestara atención, acababa de contarle mi historia al barman; nos conocíamos desde niños.

—No me jodas, Fran, he dejado la pasma; hasta yo tengo un poco de dignidad.

Fran rió. Ni antes ni después lo ha vuelto a hacer. Luego me sirvió otro güisqui.

—Invita la casa.

La vida es sujetarse con las manos a una cuerda suspendida sobre un agujero negro, sólo es cuestión de esperar a que flaqueen las fuerzas, yo en ese momento me hubiera soltado.

 

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