Todas las mañanas el espejo me devuelve una sombra de lo que pudo haber sido un ser humano. La vida me ha arrastrado por campos sembrados de desprecio y estoy seguro de que mis parientes recibirían con más agrado la noticia de que una noche de copas me he encontrado con la muerte, que enterarse de que me ha tocado lotería; eso me hace plantearme algunas cosas. Mi máxima aspiración es poco original; dejar un bonito cadáver y antes haber aprendido a morirme en cuclillas para no ocupar una habitación en casa. Y lo malo es que los que me desprecian tienen razón. He pasado noches enteras acodado en una barra junto a mujeres de las que nadie quiere hablar, en locales donde Lucifer no entra por miedo a que le roben la cartera; he compartido mesa y mantel con hombres de los que sus propias madres tienen tan buena opinión que se cruzan de acera al verlos; he metido la cara en tantos agujeros negros que el día que se me pique una muela más me valdrá ir a un ginecólogo, y tengo tantas cicatrices mal curadas en el alma que sufrir una lobotomía sería para mí como tomar un Martini. A los tipos como yo el bronceado que mejor nos sienta es la palidez de los cadáveres.
Era un turbio amanecer, yo me apoyaba borracho y triste en la barra de El Hormigón y Fran barría con desgana el local antes de echar el cierre. Miré al tipo que había hablado y me pareció que estaba tan borracho y triste como yo mismo.
—¿Y qué coño iba hacer yo con tanto tiempo libre? —dije.
Entonces sentí en la nuca la mirada de unos ojos femeninos y en el ambiente quedó flotando una proposición:
—Siempre puedes venir conmigo a oler la lluvia.
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