En todas las ciudades del mundo hay locales donde la luz no entra por vergüenza; como El Hormigón. La oscuridad arropa los trapicheos de los clientes, las manos que buscan por los cuerpos de las chicas y la mugre acumulada en las esquinas. A esa mala muerte nos agarramos un puñado de habituales como al último madero a la deriva, náufragos del desprecio. Fran, propietario y barman, dice que somos zorros en plena huida y que El Hormigón es una madriguera oscura donde esconderse y reposar seguros durante unas horas.
Además están las chicas; no son agraciadas, pero sí cariñosas y cumplen su función. Lo cierto es que nadie se queja de su aspecto, al menos desde lo de aquel tipo que se negó a pagar por un servicio. Después del trabajito encendió la luz y, al ver la cara de su amante, se puso gallito. Fran le aconsejó que no formase escándalo y él tipo amenazó con denunciarle.
—Esto lo arregla Miguelito —dijo el barman.
—¿Y quien es ese Miguelito? —dijo el otro en tono de guasa.
Fran, con la parsimonia que usa para todo, se dio la vuelta y sacó un bate de béisbol de detrás de la barra.
—Este es Miguelito.
Aquel tipo pasó dos meses en el hospital y aún anda degustando el puré con una pajita.
La policía, imagino que para cubrir el expediente, aparece muy de tarde en tarde por el garito. En la última redada entraron gritando y dando porrazos al aire como si intentaran abrirse camino en una selva de tinieblas. Nadie se puso nervioso, nos pegamos a las paredes y caminamos de lado hasta la puerta trasera. La pasma se quedó adentro intentando encontrar un interruptor. Hubo heridos entre las fuerzas del orden, daños colaterales, damnificados por algún porrazo perdido.
—¿Sabes? —me dijo un colega a la noche siguiente mientras tomábamos un güisqui en la barra—, siempre había oído que la policía no era tonta, que si ve humo sabe que hubo fuego, pero no me imaginaba que tuviera tan pocas luces.
Unos días más tarde, un inspector mal encarado obligó a poner velas encendidas por todo el local; al principio los que entraban se persignaban y buscaban el cadáver que pone la guinda a todo buen velatorio. De resultas de aquello, el amor comenzó a correr a raudales por El Hormigón. No el carnal, que de ése siempre hubo en abundancia, sino el platónico. Con la luz de tango, empezamos a conocernos, a mirarnos y a admirarnos, y algún pardillo, como el Chino, a enamorarse.
Le llamábamos así porque era pequeño y desde niño le aquejaba una enfermedad genética que le producía ese aspecto descolorido; las borracheras le habían quemado el hígado. El suyo fue uno de esos amores que equivocan el beneficiario. Ahora vive tan cerca del mar que los peces le limpian las orejas todas las mañanas.
—Ahí viene —me dijo un día acodado en la barra—. Es una diosa.
Antes de volverme a mirar, oí unos pasos cortos que avanzaban hacia nosotros y sentí moverse el aire impulsado por las cabezas que se fueron irguiendo a su paso. Ver a Leila caminar era disfrutar de una opera en
Como siempre chapeau, Javier.
ResponderEliminarUn estilo muy distinto del de "Con las manos en la almeja", pero igualmente impactante.
Desde luego, no dejas indiferente.
Vicente Baratas Martín (Red social CiÑe)