domingo, 15 de marzo de 2009

Antes de olviarle, nos emborrachamos a su memoria

El Hormigón es tan buena madriguera que es el sitio perfecto para que se escondan los ignorados, ésos que jamás necesitarán esconderse porque hay personas a las que se les presta menos atención que a la madre de Pinocho. Uno de ellos era Monzxo, ayer lo enterramos, hoy bebemos para despedirlo y mañana ya lo habremos olvidado. Es lo malo de frecuentar ciertos barrios o determinadas compañías; al hola y al adiós los separan una fina línea trazada por una bala. Aquí padecer amnesia es la mejor vacuna contra los problemas. El difunto, en realidad, se llamaba Moncho, pero pasó a ser Monzxo desde que le partieron la nariz en una pelea callejera y nunca más consiguió pronunciar su nombre. Fue una muerte triste; se suicidó con tres tiros en la cabeza. El mismo inspector que un día hizo sembrar de velas El Hormigón llegó a esa conclusión leyendo la nota que apareció junto al cadáver: «Ni mármol duro y eterno, ni música ni pintura, sino palabra en el tiempo». Algún listillo dijo que eso no lo había escrito el Monzxo, que era un verso de Machado.

—Tal vez —replicó el poli—, eso de Machado me suena a otro alias del difunto.

A continuación puso cara de suficiencia y dijo:

—Esto está claro, las lápidas son de mármol, después de muerto no hay música ni pintura, ¿y qué mejor camino a la eternidad que palmarla? Suicidio, no hay duda.

A mí me pareció que quedaba algún fleco suelto. No encontraron el arma y el muerto no sabía ni escribir su nombre, pero callarme y brindar a su nula salud se me antojó lo mejor para la mía. Eso debieron de pensar otros; nadie hizo preguntas y hoy, ya dije, bebemos para despedirlo.

Ahora que se ha ido, recuerdo el día en que me preguntó por qué Jesús podía caminar por encima del agua.

—Amigo —le contesté—, Suso no era más que otro inadaptado social, como nosotros, al que odiaban todos y al que unos cuantos usaron como arma arrojadiza contra unos militares muy hombres pero que andaban con faldas. Lo que se le daba bien de verdad eran los imposibles, los milagros. Tenía ese don, qué le vamos a hacer, otros tocan la flauta, pintan o hacen malabares; de ahí que fuera especial.

Monzxo me miró muy serio y dijo:

—Entonzxes, ¿qué virtú tengo yzo?

Me quedé mirándole y me arriesgué con la verdad.

—Tú tienes el corazón más grande que el de un caballo —le dije pasándole el brazo por encima de los hombros.

Creo que me pasé porque, en un arrebato de satisfacción, comenzó a reírse y a mover la cabeza de izquierda a derecha como un percherón y regó la barra de saliva y restos de comida.

La costumbre es que, cuando alguien muere, los que lo conocían hablen de él con respeto. Por regla general se recuerdan las cosas buenas y se olvidan las malas. En este caso lo único que podemos reprocharle a nuestro amigo es su falta de maldad. Aquí, si no eres malo, te comen los pies, pierdes el equilibrio y acabas con los dientes rotos contra el suelo; o quizá te cortes las venas con un helado de vainilla o te rebanes la yugular con una maquinilla de afeitar eléctrica. Algunos se han asfixiado por apretarse mucho el nudo de la corbata o han levantado el vuelo al pisar su coche una mina olvidada de la guerra de Corea. Incluso los hay que se suicidan con tres tiros en la cabeza. En esta maldita calle existen mil maneras de morirse, por algo ostenta orgullosa el record de suicidios de la ciudad. No todos los suicidados eran unos santos ni todos los vivos son unos cabrones, pero él era especial y el último, que eso también cuenta. En su entierro sólo se escucharon palabras de cariño. Y como mañana le habremos olvidado, hoy nos emborrachamos a su memoria.

 

1 comentario:

  1. ¡Qué puto agujero! Ja, ja. Me encanta. Este fragmento es buenísimo, para disfrutar leyendo.
    Me alegro de haber pasado por aquí esta tarde: me espera una cena de compromiso y reírme con este suicidio triple me ha venido de muerte. Jaaaaa...

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