Hay quienes escarban en la memoria en busca de su condición de humanos como niños en la arena, en post de unas gotas del agua refrescante que mana de una vida feliz, de un sentimiento olvidado que a ellos solo les dejó una sonrisa estúpida en el rostro. Maldita sea, hasta yo tengo momentos en los que mirar atrás es la equivocación más entretenida para una tarde de lluvia. Quizá por eso me he acordado de aquel día, de Fredy.
Lo conocía desde hacía años, hasta me atrevo a decir que fuimos amigos, que lo éramos incluso antes de que su cabeza buscara desesperada la bala de una ruleta rusa. Estábamos sentados en el suelo de un callejón infecto, apoyados en la puerta trasera de El Hormigón, a la espera de que Fran sacara la basura para rebuscar en ella con la esperanza de encontrar cualquier cosa con la que engañar al hambre. Por hacer algo, mirábamos a ese infinito que siempre hay frente a una mirada vacía, tapados por un cielo que amenazaba lluvia y esquivando el frío con cuatro cartones.
—Sabes —dijo Fredy como a quien se le escapa una gota de saliva—, en ocasiones grito por el simple placer de oír una voz amiga.
—No digas eso —protesté—, me tienes a mí.
—¿A ti? Yo mismo me vendería por un poco de carne pasada desde hace meses, ¿qué no harías tú? —dijo y remató con un carcajada helada.
Tenía razón; aquel animal me conocía mejor que yo mismo. Llevaba tantos meses sin comer un bocado decente que no recordaba a qué huele un filete. ¡Mierda!, me dije sin hablar, te mataría por un trozo de carne.
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