domingo, 26 de abril de 2009

La vida duele como pasa el tiempo

—¿Te acuerdas de Beefeater? Al final ha conseguido que le maten.

Que Fran me hablara de un viejo conocido muerto no tenía nada de original, hace años que en la barra de El Hormigón el tema de conversación más socorrido para animar un tarde aburrida de invierno es contar anécdotas de difuntos; para nosotros, lo más parecido a una agenda son las páginas necrológicas del periódico. De todos modos, los tiempos de ir al viejo bar de Rick para tomar la espuela quedaban lejos.

La última vez que vi a Beefeater fue allí: acabada una larga temporada a la sombra, se dejó caer por el bar. Yo estaba en la barra, observaba a Beni, con su traje negro, el cigarrillo entre los labios, la cicatriz cruzándole la mejilla y los ojos pequeños, entornados contra el humo, mientras tarareaba por lo bajo y tocaba al piano As time goes by.

—¿Qué tal? —dije.

Beefeater se sentó a mi lado y yo tanteé bajo el sobaco para asegurarme de que la Browning ocupaba su sitio.

—Bien, es agradable ver las estrellas.

—¿Sin rencor?

Antes de que él me contestara, se acercó el camarero.

—¿Una Beefeater? —dijo.

—Trae una botella de ginebra y otra de güisqui etiqueta negra; invito yo —dije.

Bebimos en silencio hasta que no quedó una gota en ninguna de las dos botellas. Luego, arrastré a Beefeater semiinconsciente hasta la cama de su habitación de hostal, balbuceé una despedida en dirección a la patrona y salí dando tumbos perseguido por la mirada de reproche de la mujer. Él no dijo ni una palabra.

Conocía a Rick y a Beefeater desde que el primero era Ricardo y el otro, simplemente, se llamaba Juan. Siempre iban juntos y siempre andaban en problemas. Ricardo acabó de camello y Juan de policía; pendejadas de la vida. Y no mucho más tarde, producto de una indigestión fílmica en el trullo, Ricardo se convirtió en Rick y se paseaba por el bar donde invirtió los beneficios de su silencio disfrazado de Humphrey Bogart; y apareció Lucía, y a Juan le quitaron la placa y pasó a ser Beefeater.

Lucía llegó del frío. Era polaca, rusa, búlgara o de cualquier otro país del Este, y Juan se enamoró de ella como un imbécil; como uno que no tenía dinero para pagar mercancía de primera. Ella no había venido a España para enamorarse, lo suyo eran simples negocios. Cada noche, Juan intentaba llevársela a la cama y ahogaba el fracaso en Beefeater. Para cuando Lucía se convirtió en la señora Marqués y ocupó portada en las revistas, Juan ya había pagado tanta borrachera con la placa y cambiado su nombre por el apodó que ya no le abandonaría ni muerto.

Horacio Marqués era abogado, gordo, engreído y tenía tanto dinero como cosas que ocultar. De él, a Lucía, sólo le interesaba el dinero.

La mañana que un gorila disfrazado de chofer se presentó en mi casa y me dijo que el señor Marqués quería verme, y se fue sin esperar respuesta y sin prestar atención a mi aspecto desaliñado, yo estaba sobre aviso, me lo había advertido Lucía. En aquel momento, yo no tenía ni para pagar el alquiler del mísero antro en el que malvivía, que también hacía las veces de despacho. La casera soltaba una agria carcajada cada vez que le prometía que en una semana iba a liquidar mi deuda, y si no me había echado era porque resultaba imposible que por aquella pocilga alguien le pagara lo que yo cuando me sonreía la suerte. 

Al asomar aquel día por el portal, enfundado en un traje arrugado que hacía tiempo reclamaba una visita a la tintorería, Berto, el gorila, había olvidado que en ese momento era mi chofer y siguió fumando displicente apoyado en el capó del Mercedes negro. Ya me había sentado en la parte trasera del auto, cuando él pisó la colilla, dio la vuelta, se aposentó en el asiento del conductor y, sin decir ni una palabra, me condujo hasta la mansión de su jefe.

—¿Conoces a mi esposa? —dijo Marqués.

—Leo revistas en la peluquería. Soy un tipo raro, me corta el pelo una mujer.    

Lucía había preparado todo a conciencia: después de tenerme dos días tras ella, dando vueltas por la ciudad pegado a sus talones, una noche se cubrió de cuero y se presentó en el bar de Rick del brazo de Beefeater.

—¿Cómo te va? —me preguntó Rick, mientras abría la pitillera de oro y se llevaba un cigarrillo a los labios después de darle un par de golpecitos en la tapa.

—Hago lo que puedo.

—¿Eso no incluirá buscar problemas?

—Los problemas han llegado antes que yo; dejas entrar a cualquiera.

—¿Lo dices por ti?

No contesté, no merecía la pena discutir cuando en unos minutos la llamada de teléfono que había hecho antes de entrar haría su efecto. Rick se alejó en dirección al otro extremo de la barra con la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y la izquierda agitando el cigarrillo.

Marqués no se hizo esperar: llegó acompañado de su fiel Berto, me miró y yo le hice un gesto con la cabeza en dirección al piso de arriba. Subí tras ellos. La luz era la del tango y por los sofás se repartían parejas de todos los sexos. Al caminar, la moqueta se adosaba a las suelas de mis zapatos y las notas del piano me llegaban nítidas a través del hueco circular de la escalera.

—Te vas a enterar, gilipollas —dijo Marqués.

Berto tenía sujeto a Beefeater por los sobacos y Marqués lanzó un puñetazo al estómago indefenso. Beefeater se dobló como una hoja de papel. Berto tiró de él para incorporarle de nuevo. Ahora fue el puño izquierdo de Marqués el que impactó arrancando a su víctima el aire de los pulmones. Beefeater se retorció boqueando como un pez expulsado de la pecera. Lucía contemplaba la escena desde el sofá con la mirada lánguida, sin importarle el pecho de pezón erecto que tenía al descubierto como una madre amorosa que se dispone a amamantar a su hijo.

Supe lo que iba a ocurrir, por lo visto sólo Lucia y yo recordábamos la Browning que se alojaba eternamente en el tobillo izquierdo de Beefeater; era ambidiestro. El primer disparo hizo que Berto soltara la presa y se echara mano al pie taladrado, el segundo empujó a Marqués más allá de la barandilla y le dejó en el piso de abajo con el cuello partido y un agujero en el pecho que señalaba el lugar donde debería el forense buscar una bala del nueve milímetros parabellum.

—Déjalo ya, Beefeater, no compliquemos más esto —dije mientras le apuntaba a la cabeza con un arma gemela a la que ahora colgaba de su mano.

Él no respondió, sólo miro a Lucía, que ya se levantaba para abrazarse a él y enterrarle la cabeza entre las tetas.

Al Beefeater le cayeron diez años, cumplió cinco. A Lucía no la he vuelto a ver por aquí; hasta ella sabía que en el mundo hay sitios mejores donde gastar la indecente cantidad de dinero que le proporcionó la viudedad; lugares que yo nunca frecuentaré.

 

You must remember this.

 A kiss is just a kiss, a sigh is just a sigh

 The fundamental things apply

As time goes by.

Cantaron los afónicos altavoces de El Hormigón. Fran puso dos vasos sobre la barra y vertió sendas dosis generosas de güisqui. Empujó un vaso hacia mí.

—Le enterraron ayer. Cuentan que Lucía estuvo en el cementerio. Dejó dos rosas sobre su tumba —dijo Fran—. Sabes, conforme pasa el tiempo, me siento más viejo.

No contesté y me bebí el güisqui de un trago; la obviedad no admite réplica.

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