La música es un invento de los humanos para no sentirse solos. ¿Quién no tamborilea mientras espera al que no llega? Quizá por eso agradecimos encontrarnos un día con dos músicos en El Hormigón. No eran buenos tiempos y en el local, desde hacía meses, sobraban huecos vacíos. Imagino que Fran pensó que era un desperdicio y se le ocurrió que la música atraería a los pijos. Si tienes que tener clientes, mejor que tengan dinero.
Aquel día entré despistado y, aún sin acostumbrar los ojos a esa oscuridad que Fran llama con eufemismo penumbra, me tropecé con un pianista que en lugar de un piano aporreaba un órgano conectado a una batería de coche. A su lado, un tipo delgado sacaba poesía de un saxo. Alguien me dijo que el saxofonista era ruso y que al otro no lo conocía ni su compañero de profesión; por lo visto tocaban en distintas estaciones de metro. Imagino que quien los contrato pensó que conocerse les iba a dar igual, con que hicieran ruido ya era suficiente para atraer un poco de pasta. A partir de ese día, para no partirme la crisma, me acostumbré a guiarme por el sonido que se abría paso entre el humo. Tocaban Jazz o algo que a nuestro oído musical atrofiado a causa de los disparos y las sirenas de la pasma le sonaba parecido.
Aquella temporada la música inundó el local como en agosto inundan la playa las mareas vivas de Galicia. La verdad es que al principio la música sonaba desacompasada, sobre todo la que salía de los muñones del pianista. Tanto que hubo clientes que propusieron hacer una rifa y que el ganador le diera una paliza al tipo. Eso sí, lo del ruso era distinto, una música agridulce que compensaba. En cuanto se corrió la voz de que en El Hormigón había conciertos, los niñatos del norte de la ciudad empezaron a venir. Lentamente, los parroquianos de toda la vida quedamos relegados como motas de polvo a las esquinas. Al mes, el del órgano desapareció en dirección a los mismos túneles de los que nunca debió haber salido, previa parada en urgencias para que le colocaran el yeso en el brazo que, accidentalmente, se había roto en el transcurso de una conversación con un miembro de la parroquia. El ruso se hizo el dueño del cotarro. Yo juraría que tomó un curso por correspondencia porque, si antes tocaba bien, a partir de aquel momento de su saxo empezaron a caer las notas como lágrimas de dolor de una mujer herida y los presentes nos quedamos hipnotizados por aquel rubio de mirada enfermiza.
Berta, la cerillera, que mantenía el local surtido de condones y estupefacientes, se enamoró como sólo se enamoran las que viven en las vías muertas y no saben que su tren descarriló hace años. Le pregunté una noche qué veía en aquel delgaducho que apenas conocía nuestro idioma.
—¿Sabes? —dijo—, antes mis orgasmos eran como mear con las piernas cerradas, ahora ya ni siquiera me queda en la entrepierna rastro de olor a sudor rancio; ese hombre ha cambiado mi vida.
No entendí nada, pero lo había explicado con tanto sentimiento que no pude más que mantener la boca cerrada, ¿qué decir?
Se fue corriendo la voz de que en El Hormigón tocaba un ángel y en un par de meses el local se llenó de mujeres dispuestas a oír y hacer cualquier cosa. Algunos chicos, los mismos que habían hablado con el pianista, mostraban poco entusiasmo con la nueva situación. Los demás pensamos que el rubito no tardaría en entender ciertas miradas y se marcharía. No fue así; no sólo siguió tocando, sino que cada día aumentaba su destreza y su pasión. Las féminas lloraban en cada actuación, cada nota del saxo era una pulla envenenada de amor que atravesaba a aquellas mujeres sedientas de cariño. Generoso, él repartía atenciones por turnos, cada noche conquistaba a una como el que gana metros en el pasillo de su casa y cada día vive en una distinta.
El jazz saxofónico se convirtió en una parte de la vida de El Hormigón que cada día estrenaba adeptos. Una noche entró ella. Nunca nos la hubiéramos encontrado por la calle a no ser en un kiosco de prensa, ocupando la portada de una revista, allí donde viven las mujeres de su tipo, ésas que incluso desnudas van a juego con el postre. Todos nos fijamos, quién no. También el ruso levantó un párpado entre dos notas para disfrutar del paisaje. No supimos qué hacía allí ni de dónde había salido, pero no tardó en convertirse en la diana de todas las envidias femeninas, bastaron los minutos que mediaron entre su entrada y el momento en que todas las presentes percibieron que el músico desafinaba por ella. El ruso aprovechó un descanso para preguntarle a Fran.
—¿Y tú qué le dijiste? —le pregunté yo al barman.
—Joder, qué le iba a decir, que era la fulana del Pincho, que se cuidara de ella, que llevársela a la cama era como poner un helado en la mano de un niño muerto; horas después acabarían los dos mezclados dentro de un jarrón chino.
A los tres días cesó la música. El ruso no volvió ni tampoco el jazz. La vida es tránsito y no hay mejor sabiduría que la que se adquiere en la calle. Igual que contrató a los músicos, Fran debió de decidir que lo mejor era dejar las cosas como estaban y a El Hormigón regresaron las torvas miradas de los antiguos y fieles clientes. Días después le pregunté a Fran por el rubito.
—Ya ves —me dijo—, él no me hizo caso, así que a la noche siguiente el Pincho me visitó y me aconsejó enterrar el saxo; era lo mejor para mantener el negocio a flote.
—¿Y el músico?
—Hay gente para todo; no le pareció buena idea separarse de su instrumento, le había cogido cariño y no quería dejar de tocar. Ahí sigue, tocando dos metros bajo tierra, encandilando a las lombrices.
Sobre la diosa preferí no hacer preguntas, por si se interpretaban mal y terminaba haciéndole los coros a un músico que no supo mantener su instrumento dentro de la funda.
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