Estaba destrozado. Bajé las escaleras de El Hormigón en busca de un rincón oscuro donde llorar y antes del último peldaño distinguí la silueta de Gus que, como siempre, hacia las funciones de perro guardián. Nadie le había hecho el encargo, pero él se pasaba horas y horas en la puerta. Hacía un buen trabajo, servía para evitar que cualquier impresentable incomodara en el paraíso terrenal de los olvidados y, al mismo tiempo, él se sentía importante.
—¿Por qué quitarle la ilusión? —me respondió Fran el lejano día en que le pregunté por la razón de su presencia.
Saludé a Gus con un movimiento cansino de cabeza y él mostró la misma alegría que un busto de mármol.
—Pareces cansado —me dijo—. ¿Estás enfermo?
Lo ignoré y seguí avanzando hacia la boca negra dibujada entre el humo.
—¿No estarás enamorado? —se le escapó entre los dientes de una sonrisa imperfecta.
—Vaya, va a resultar que te gusta esto porque eres un profesional del dolor, un hijo puta que sabe cómo hacer daño.
No contestó y yo seguí mi camino. El local que había atravesado cientos de veces antes, con la misma parsimonia, me pareció la entrada a otro mundo. Cuando uno cruza la línea que separa la falta de interés del desinterés total por vivir ocurren estas cosas. Ver aquellas paredes forradas de olvido me arrastró lejos, muy lejos, y me sentí lúcido. Mi mano calculó, sin necesidad del carbono catorce, que el acolchado color vino tinto regado con garabatos dorados tenía cerca de cuarenta años, los mismos que el enmoquetado verde, salpicado de agujeros producto del abandono y de miles de colillas mal apagadas, que amortiguaba mis pisadas y me daba acceso a una pequeña pista de baile donde una pareja de borrachos se sostenían mutuamente. Algo más allá, en la oscuridad total de los reservados, varias almas descarriaban sobre cuerpos dispuestos. Esquivé las pequeñas mesas rodeadas de sofás circulares, repintados cientos de veces del color de los líquidos derramados, y me aproximé a la barra. Fue sentarme en un taburete y me sentí en casa. Bastó un parpadeó para encontrarme con un güisqui delante de la cara.
—¿Una mala noche?
—No es nada.
Fran tiene tantos años de profesional que fue suficiente aquella respuesta para que se percatase sin esfuerzo de que aquello ponía punto y final a la conversación. Dio la vuelta y se dirigió al otro extremo de la barra con el pretexto de girar unas botellas y colocarlas con las etiquetas vueltas hacia los parroquianos. Enterré la cara entre las manos y suspiré. Me acordé de Ed, el pobre infeliz que se enamoró como todos y después de vivir lo que nunca había vivido le llegó la penuria del adiós; nada original. Se volvió estúpido, tanto que jugando a la ruleta rusa no se dio cuenta de que usaba una automática y se voló los sesos. No fue una gran pérdida para mí, no era de los amigos, de esos a los que sacas de la cama a las tres de la mañana, les cuentas que acabas de asesinar a tu mujer y su única preguntas es dónde enterramos el cadáver. Ésos, los de verdad, se pueden contar con los dedos de la mano de un manco ambidiestro. Aún así, no merecía ese final.
—¡Maldito demonio! —susurré sin notar que se me escapaba por la boca un pensamiento.
—¿El azul? —me preguntó Fran creyendo que trataba de entablar conversación de nuevo.
No dije nada, lo miré mientras él seguía con su aburrido trabajo de girar las botellas y el optó por hacer como si estuviera solo.
—Dicen que te entra por los ojos —continuó—, pasa entonces a la sangre y se distribuye por el cuerpo, de ahí que notes ese cosquilleo interno; en las manos, en los pies, en el pecho. Cuando llega al estómago da la sensación de que tienes un tapón y no puedes comer. Así es él, un maldito demonio azul que poco a poco se esparce, te devora por dentro y ya estás condenado; nada te puede salvar. Sólo te queda esperar a que pase el tiempo y te descompongas como la fruta atacada por un insecto; de dentro a fuera.
Nadie entre los presentes prestó atención, Fran predicaba en el desierto o en algún lugar más húmedo, y sus ojos mostraban el brillo del demonio azul saliendo de su cuerpo; al parecer, sabía de qué hablaba.
Dejó las botellas y regresó donde yo estaba. Por un instante nos miramos en silencio, a ninguno le gustó lo que reflejaban los ojos de otro. La añoranza tiene estas cosas, pensé. Apuré el güisqui de un trago y decidí que lo mejor era irme a llorar a mi cama. Lástima que no tenga una, me dije sin hablar, cuando subía las escaleras y ya Gus, firme en su puesto, había movido la cabeza como un tentetieso en señal de despedida.
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