jueves, 23 de abril de 2009

Cementerios, fantasmas y un paisaje de Turner

—¿Tú crees en los fantasmas?

—Sí, hace rato le partí la cara a uno que alardeaba de cinturón negro de aikido. Aún debe de andar en el callejón.

—Me refiero a los otros.

—¿A los de la sábana y la bola de preso encadenada al tobillo? —dije.

No contestó, se quedó con la vista perdida tras el espejo de la barra, como si el reflejo neblinoso de Fran sirviendo una mesa fuera un paisaje de Turner. 

Parker no iba mucho por El Hormigón; viajaba muy a menudo. En realidad, nosotros nos conocíamos de antes de que comenzaran sus visitas. Era un tipo huraño y bastante raro. La primera vez que nos vimos fue en otra ciudad y en un cementerio; una mañana de invierno, cuando en los almendros se presentía la primavera. Yo había ido hasta allí a cerrar un contrato. Una vez cerrado, me quedé, atraído por las vistas. Así que cuando el llegó estaba sentado en un banco al sol, miraba el mar y fumaba.

—Los muertos no se quejan del humo —dijo.

Luego se sentó a mi lado y me pidió fuego. Le ofrecí el mechero.

—Mejor encienda usted... por el viento.

No le había visto llegar pero, como andaba distraído, no le di importancia. Charlamos y nos sorprendió que los dos viviéramos en la misma ciudad y más que lo hiciésemos en el mismo barrio. La soledad, como el dinero, hace extrañas amistades.

 

Parker siguió con la conversación mientras acariciaba de forma lasciva el vaso vacío.

—Sí… no… Quiero decir que sí, que me refiero a los muertos que regresan, a los que vuelven porque se han dejado un asunto pendiente. Aunque nada de sábanas y cadenas.

—No, no creo en ellos; me resultaría imposible vivir pensando en la de gente que andaría detrás de mí para vengarse y sabiendo que no me bastaría con incrustarles una bala de nueve milímetros entre las cejas para deshacerme de ellos.

Parker le hizo un gesto con la mano a Fran, que ya había vuelto de su excursión por las mesas, y le pidió que rellenara nuestros vasos.

—Acabo de regresar de Barcelona —habló de nuevo después de dar el primer trago de güisqui—. Hace unos días, estaba sentado en el mismo banco donde nos conocimos, en el cementerio. Ya sabes, me gustan los cementerios —aclaró—. Se me acercó un tipo, un desconocido, y me dijo que quería contratarme. «Le pagaré bien», añadió. Siempre ando pelado, le pregunté que cuánto era mucho y qué tenía que hacer para conseguirlo. El tipo me dio un sobre abierto y lleno de tanta pasta como para comprar un piso, y otro cerrado que según él contenía una carta, y según yo, algo más que no supe identificar al tacto. Lo único que tenía que hacer para disfrutar del primer sobre era comprometerme a entregarle el segundo a una mujer…

—Los hay con suerte —interrumpí.

—Eso pensé yo. Eso o que aquello tenía truco; había mil maneras más baratas de enviar una carta. Al final el dinero inclinó la balanza hacia la credulidad en la buena estrella. Él me indicó la dirección de Barcelona donde encontraría a la mujer y me instruyó para que, una vez entregado el sobre, asistiera a la lectura de la carta que contenía y contestara a las preguntas; motivo que justificaba mi participación.

—¿Qué preguntas?

Parker me miró con una sonrisa, encantado de tenerme atrapado en la tela de araña de aquella historia, y yo, para disimular, me bebí de un trago el güisqui que quedaba en mi vaso y, como en el suyo apenas quedaba, le pedí a Fran otra ronda.

—Las preguntas que me haría ella; porque, según él, era seguro que las haría y también que yo sabría responderlas.

Dio un trago, como si en lugar de alcohol el vaso contuviera agua fresca con la que aclararse la voz antes de continuar con su historia.

—«¿Cómo supo que estaría aquí?», le pregunté al tipo después de guardarme los dos sobres en el bolsillo del abrigo. Él me dijo que me había visto otro día y supuso que volvería. Luego, al dar una calada, me sobrevino un ataque de tos. «El tabaco me va a matar», dije cuando conseguí dejar de toser. «De algo hay que morirse», contestó él, se levantó y se marchó sin decir ni una palabra más. Yo me quedé un rato pensando, dándole vueltas, tentado de desaparecer con el dinero y tirar a la primera papelera el otro sobre. ¿Te acuerdas de la lápida que estaba allí al lado? —preguntó cambiando de tema.

Mientras bebía, traté de recordar.

—Vagamente, decía algo así como que el muerto no tenía que estarlo. Una cosa un poco extraña.

—«Aquí yace Javier Alaquia Suárez, sin que debiera hacerlo. Algún día descansará en paz. 1959 – 1996» —recitó de memoria—. Bueno, pues yo di otra calada, apagué el cigarro, me levanté, leí aquel epitafio y me largué del cementerio sin haber decidido nada, pero sin tirar el segundo sobre a la papelera. ¿Tienes fuego?

Ya no fumo y no tenía fuego, pero no tuve tiempo de contestar. Antes de separar los labios, la llama del mechero de Fran ya estaba lamiendo el cigarrillo que Parker se había llevado a la boca. Con la primera calada, tosió.

—El tabaco me va a matar.

No repliqué nada. En lugar de eso,  pregunté:

—¿Qué hiciste?

—Al día siguiente cumplí con mi parte; entregué el sobre. La mujer lo abrió, leyó la hoja que encerraba y se guardó algo que me pareció una tarjeta de las que sirven de llave en los hoteles. Tras la lectura, tuve que soportar que me insultara y que me preguntara mil veces quién era yo, a qué me dedicaba y quién me había encargado que le entregase aquel sobre. Contesté y le di detalles del hombre del cementerio, porque dárselos formaba parte del trato. Cuando desahogó su mal humor o se cansó de injuriarme, me despidió con un portazo.

»Dos días más tarde, mientras disfrutaba en compañía de una puta del dinero ganado, me llamó la policía; querían verme. No me gustan los polis, pero visité la comisaría. Me preguntaron por mi cliente y yo les dije lo que sabía. Luego preguntaron por el contenido del sobre y yo repetí la historia. Por último, me interrogaron acerca de la mujer y les dije la verdad, que antes del encargo no la conocía. Me dijeron que estaba detenida por asesinato. Ella era viuda y había matado al hombre con el que vivía y a su amante. Los pilló juntos en una habitación de un hotel lujoso. Debí de poner cara de escepticismo o a ellos les pareció buena idea no dejar cabos sueltos. Me dieron esto.

Parker dejó sobre el mostrador una hoja cuadriculada escrita con una caligrafía cuidada y clara, Leí:

«El dieciocho de febrero de 2006, a las cinco de la tarde, tu amante estará con otra gastándose tu dinero, el que te ha robado hasta el último céntimo, disfrutando de una suite en el hotel Arts. Si crees que miento, compruébalo tú misma. En el sobre tienes la tarjeta que abre la puerta; habitación 1020. Si te preguntas cómo lo sé, la respuesta es simple: para los muertos no hay futuro.

Querida, al final matarme no resultó tan inteligente».

 

Después de la segunda lectura, empujé el papel hacia Parker. Él fumaba en silencio y, entre calada y calada, daba tragos cortos de güisqui. Le acompañé en la bebida.

—Me pidieron que los acompañara al cementerio. Dudé, por un momento pensé resistirme, aducir cualquier excusa, pero supuse que mi negativa me acarrearía problemas. Al salir de la comisaría se nos unió otro coche. Camino del cementerio comenzó a llover, una fina capa de agua embarraba la calzada y empapaba el ánimo. Dejamos los coches junto a una capilla. Del segundo coche, junto con los agentes, descendió la mujer que yo conocía. Caminamos. Un grupo de deudos se arremolinaba alrededor de una fosa. La lluvia arreció, una decena de paraguas se abrieron como dotados de voluntad propia. Cuatro enterradores con mono azul se apresuraron a depositar el ataúd en el fondo. Apretamos el paso. Un agente de uniforme cubrió a la mujer con un impermeable, yo me subí el cuello de la gabardina. Al llegar al banco, junto a la lápida, frente a un mar de plomo que se fundía con el acero del cielo, la mujer se puso histérica y comenzó a gritar que aquella no era la tumba de su marido, que esa no era la lápida que ella mandó grabar con el nombre y las fechas.

Parker miró el vaso. Estaba vacío; yo no me había dado cuenta. Apuré el contenido del mío. Ahora fue otra vez él quien pidió una nueva ronda. Le noté  inquieto, necesitaba lubricante para continuar con la historia. Mientras Fran rellenaba de hielo y güisqui nuestros vasos turbios, le pregunté a Parker:

—¿Estaba loca?

—No lo sé. La verdad es que allí alguien había gastado una broma pesada. «Aquí yace Javier Alaquia Suárez. Al fin, diez años después, descansa en paz», decía ahora la lápida.

—¿Estás seguro de que fue una broma?

—¿Tú crees en fantasmas?

No contesté. Me bebí de un solo trago mi güisqui. Las paredes comenzaban a moverse. Pensé que al día siguiente tendría una buena jaqueca y decidí olvidarme de los muertos; mejor esperarla en compañía de los vivos.

—¿Recuerdas cuando fuimos de putas y tú no llevabas dinero? —pregunté.

—Claro que sí.

—Pues hoy es un buen día para que me devuelvas el favor. —Me incorporé—. Saca el primer sobre del agujero donde lo hayas escondido.

 

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