domingo, 24 de mayo de 2009

Viejas amistades fugaces como el amor

 —Ella ha vuelto. Vuelve tú —me dijo Fran desde el otro lado de la línea a modo de telegrama.

 Quizá se quedaba sin clientes o puede que fueran ganas de joder, pero el mensaje bastó para, tras un mes de ausencia, acomodarme de nuevo en un taburete de El Hormigón a esperarla durante horas.

Lo nuestro había sido fugaz, como ella misma me susurró una noche desde su desnudez:

—Cariño, esto será breve. Separarnos es el error más grande que cometerá nuestra lujuria, pero juntos no llegaríamos muy lejos.

Las mujeres jamás se equivocan cuando leen en la niebla de tus ojos los segundos que te quedan a su lado.

Nos habíamos conocido dos años antes, en una universidad privada: yo intentaba asesinar al rector y ella era su secretaria.

—Necesito verle, es urgente, asunto de vida o muerte —dije.

Es igual, por mí se puede morir hasta el mismo rector, pero si no tiene cita no pasa.

No hubo manera de convencerla, tuve que esperar todo el día en el aparcamiento para cumplir el contrato y meterle a al viejo engreído dos balas de nueve milímetros antes de que le concedieran el premio Cervantes; había un candidato mejor. Lo bueno fue que después del velatorio, quizá por efecto de la pérdida, conseguí llevármela a la cama.

Fue el mes más corto de mi vida. Yo aporté a la relación sexo, El Hormigón y noches en vela. Ella incluyó en mi vida libros de poesía, exposiciones de pintura, cine alternativo, jazz, cenas comestibles, algún amigo despistado y otras cosas que ya no recuerdo, y cariño, mucho cariño.

Después me dejó tirado e hizo lo que tenía pensado desde hacía un año: volar en dirección a Australia. Ella se largó a buscar canguros y yo me quedé adosado a una barra sucia y aguantándole la charla a un barman aficionado a la psiquiatría. Para no echar a perder mi reputación de tipo frío, me guardé mis sentimientos en cubitos de hielo y me callé que estaba loco por sus curvas, sus maneras, su risa y que mis labios añoraban sin remedio su piel morena; que, simplemente, estaba más enamorado que un burro.

—¿Por qué no hablaste con ella? —me preguntó Fran mientras secaba un vaso que más necesitaba repetir el baño.  

—Si me confieso y se va igual, ¿cómo me sentiría?

—No lo sé, pero lo habrías intentado —espetó mientras miraba de reojo a un borracho que dejaba caer a cámara lenta la cabeza sobre la barra—. Ése ya no bebe más hoy —sentenció—. Eso le pasa por empapar las heridas en el alcohol equivocado.

Ya lo he dicho: volví a El Hormigón tras la llamada telefónica. Cuando llegué a la barra, me esperaba un güisqui de garrafón con el sabor de mi desgracia. Lo apuré de un trago. Con la segunda copa Fran me ofreció una sonrisa y una pregunta cargada de mala leche.

—¿Cuánto vas a esperar?

—¿Cuánto crees tú que debo hacerlo?

Mi mano buscó las cachas de la Browning y la mueca de mis labios era más expresiva que las palabras.

—Lo justo para que tu ego no acabe muerto, colgando de tu estupidez.

Fran es un sabio, y si la conociera, sería un hijo de mala madre.

Dos horas más tarde, me eché al coleto el resto del líquido que desinfectaba el vaso que tenía enfrente, hice un gesto de despedida con la mano y caminé hacia la puerta; todavía tenía la esperanza de que ella apareciera en ese mismo instante.

En la calle me sentí como un idiota, un romántico, un imbécil que mide su felicidad en proporción directa a su desgracia. Para que todo fuera perfecto, solo me quedaba sumergirme en una bañera en compañía de un par de cocodrilos.   

Regresé noche tras noche a El Hormigón, hasta que me cansé de esperar junto a la barra. De vez en cuando algún conocido afirmaba haberla visto: de compras, en el cine, en la playa o en ciudades en las que nunca había estado. Yo no la busqué; o volvía empujada por el viento de la nostalgia o era mejor que no lo hiciera.

Y no lo hizo, fue el destino despiadado, o la mala baba que se gasta la vida, lo que nos juntó de nuevo: salí a fumar en el descanso de una obra teatral —me habían encargado eliminar al primer actor, cosas de la promoción— y ella se apoyaba contra un muro con un pitillo enganchado en la boca.

Treinta minutos más tarde hicimos el amor como si el tiempo no hubiera arrugado nuestra alma. Luego, el sol borró las sombras y, aún desnudos, llegó lo inevitable:

—Sólo somos amigos.

—Lo sé  —dije—. ¿Cuándo te volveré a ver?

—Dentro de diez años, imagino. Es lo que pasa con los viejos amigos.

Sonrió.

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