lunes, 11 de mayo de 2009

Tan entrada la noche que amanecía

Estaba tan entrada la noche que amanecía. Sentado en un taburete, al final de la barra, masticaba una mezcla de todo lo que la sombras nocturnas me habían traído: el sabor pastoso de un montón de conversaciones insípidas, vapor humano mal escondido detrás de perfume barato y alcohol servido con desgana por Fran, que aquel día andaba con el sentido del humor colgando por el cuello de la rama de un árbol muerto. A mi lado dormitaba una mujer con los ojos abiertos. El instinto del furtivo me espoleó; pero me contuve. He terminado jornadas nocturnas en camas extrañas y con mujeres más extrañas si cabe, pero en una visión, en un segundo de un futuro hipotético, me vi desnudo junto a aquella señora y deseé estar en otro lugar. Morir despellejado se me antojaba más interesante que sacarme la ropa para acostarme con ella. Eché un trago. Posé el vaso vacío sobre el mostrador y dejé bajar el líquido lento por mi garganta, era el último. No me quedaba más dinero y la idea de que Fran me invitara me parecía tan lejana como las naves que ardieron más allá de Orión o de dónde coño hablara aquella canción que no paraba de rondarme por la cabeza. Cerré los ojos. Una voz femenina me sobresaltó:

—Pon otra ronda, ésta la pago yo.

Regresé de mi ensoñación y, al levantar la cabeza, la sonrisa de la mujer me golpeó el rostro con su desvergüenza desdentada. Me giré en busca de los demás clientes; no había nadie más. Fran barría el local de colillas, servilletas arrugadas, otros restos dispersos y polvo acumulado de varios lustros. Deseé estar de cuerpo presente lo justo para morirme.

—Gracias, he bebido suficiente por hoy.

—Anda, no seas malo, que he tenido muy mala noche.

Me pareció que la mujer movía los labios como movería la boca un pez fuera del agua.

—No tengo dinero.

Me excusé para dejar claro que no podía, aunque quisiera, que no quería, tener nada con ella. Fran, que ya se encaminaba de vuelta a la barra después de dejar la escoba y el recogedor detrás de mí, giró sobre sí mismo para volver a su trabajo de barrendero.

—¿Adónde vas? —le espetó la mujer—. Deja de limpiar y pon dos copas más. Si me da media hora, haré que este tío se enamore de mí.

Me pareció ver una sonrisa en la cara de palo del barman, luego miré a la mujer e intenté contenerme; los que me conocen saben que hay cosas que me superan.

—Cariño —le dije— tú me gustas, pero decidí no volver a enamorarme el día en que los orgasmos de mi último amor comenzaron a parecer telegramas enviados desde los brazos de otro.

—¡Pobre hombre! Has sufrido por una mujer —dijo ella entre risas.

Luego, cuando ya creía que terminaría por compadecerse de mí, en un repentino cambio de humor, escupió:

—¡Cabrón! No seas condescendiente conmigo. Si no te gusto, lo dices y en paz.

La sorpresa me hizo abrir un poco más los ojos y enarcar una ceja. Me quedé en silencio y sentí el cálido vaho del alcohol, que salía de aquella boca desdentada, y abrazaba mi dolorida cabeza.

Entonces entró aquel tipo. No hizo ruido, llegó con el sigilo de una pantera y el hambre de dinero que da la necesidad de un chute. Por todo saludo, nos insultó salpicando de saliva el suelo recién barrido. Tenía en la mano una pistola pequeña. Me fijé bien porque me pareció de juguete, pero como no estaba seguro decidí esperar. Le exigió a Fran que vaciara la caja. No era del barrio; nadie en su sano juicio entraría en El Hormigón a robar. Fran no se movió, bajó apenas la vista y yo entendí. Con disimulo, sin dejar de mirar la cara de aquel pobre infeliz, agarré el recogedor que tenía a mi espalda y le golpeé el rostro. El puñado de polvo acumulado en el recipiente le entró en los ojos y aproveché su ceguera para echar mano de mi Browning y propiciarle un culatazo con tan buen tino que le destrocé la oreja. Mientras, Fran metió las manos debajo de la barra y sacó una recortada. Cuando el tipo logró abrir los ojos y pasó a ocuparse de la sangre que le manaba de la oreja medio desprendida, descubrió que el barman le apuntaba al pecho.

Durante un segundo pensé que Fran no lo haría y al siguiente vi volar por los aires cuarenta kilos de despojo humano ante el estupor de la mujer que estaba a mi lado. Yo todavía tenía el recogedor en una mano y con la otra sujetaba la Browning por el cañón. Antes de darme cuenta, Fran ya estaba colocando la escopeta en su sitio y la mujer lloraba con la cabeza escondida entre los brazos.

—Idos de aquí —ordenó Fran—, yo me quedo a limpiar.

Guardé el arma, acogí el cuerpo de la mujer entre mis brazos y salimos a la calle. Ella no dejaba de llorar, hablaba pero no era capaz de entenderla. Entre lágrimas, jadeos y suspiros sus palabras eran susurros en el fondo de un pozo. La senté en el callejón, junto a la puerta trasera de El Hormigón. Estuve tentado de dejarla allí, no era una buena noche para adopciones; quizá otra con mejor humor, pero no aquélla. Se fue calmando y la arrogancia que exhibió en el bar se transformó en lastimera sorpresa.

—Nunca había visto nada igual —dijo mientras se limpiaba la nariz con una servilleta de papel—. Sois un par de animales; que arte os dais para destrozar una vida.

—No ha sido nada, cariño —aclaré—. Conozco gente que con el aceite de una lata de sardinas y un puñado de polvo acumulado en una ventana sucia sonrojan las mejillas de la mujer que aman con más arte que el mismísimo Rembrandt. Eso sí es ser bestia.

Por un instante no dijo nada, se limitó a limpiarse la última lágrima mientras me miraba como si yo fuera un perturbado mental.

—¿Te estás quedando conmigo?

—No y lo lamento —le contesté y era cierto—. Nunca podré reírme de alguien como tú; mereces algo mejor. Tienes la misma clase que Katherine Hepburn bebiéndose la leche del desayuno en copa de champán, y yo, cariño, no soy más que un indigente de amor que vive en un ataúd forrado de olvido.

 

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