—Mira, desde aquello, mi vida está tan jodida que la última vez que sonreí fue para que me echaran de comer.
Billy estaba acodado a mi derecha en la barra de El Hormigón, y en su cara había una mezcla de incredulidad y temor.
—Me gustan las mujeres —siguió—, mucho, demasiado, tú lo sabes, y si alguien lo pone en duda le abro una boca nueva o le meto un tiro entre las cejas. Lo que ocurre, ya me conoces, es que soy tímido y eso confunde. Lo de ir por ahí dándole lo mismo al pelo que a la pluma es para otros. A mí de mariconadas nada. Todo fue un error; exceso de ginebra y que, joder, ya nada es lo que parece. Las tetas eran de portada, las piernas de vértigo y el culo que ni pintado con el Photoshop.
Bebió un trago y, por un momento, su mirada buscó una mancha de humedad en el techo.
—Qué voy a decir, pensarás. Y bueno, tal vez tengas razón, quizá exagero, pero no lo olvides, yo estaba desesperado, dolido, hecho mierda. Acababa de pillar a Pilar, la jefa, abrazada a un capullo de cuerpo de modelo y aires de presentador de televisión. Justo lo que era el muy cabrón; las dos cosas. No se puede matar al amante de tu jefa y estaba demasiado lejos de ti y de El Hormigón como para aguantar la sed, así que decidí ahogar mis penas solo. Aquel era el único puto bar que encontré abierto por allí cerca.
Apuró de otro trago lo que le quedaba en el vaso y le hizo un gesto a Fran con la mano.
—Anda, pon otra ronda y sírvete tú uno. Así nos envenenamos todos juntos.
Fran no replicó. Puso otro vaso junto a los nuestros y volcó la botella sin miramientos. Cuando el güisqui corría de nuevo por nuestros gaznates, Billy siguió:
—Era una vieja taberna, con las paredes cubiertas de fotos de toreros, carteles de corridas y con un mugriento par de banderillas colgando en mitad del espejo carcomido que había detrás de la barra. Hubiera jurado que el local estaba desierto, sin clientes y con la única presencia del barman; un viejo mudo que tras la barra enguarraba vasos con un paño húmedo. Y eso siguió haciendo entre una y otra de las copas que él me sirvió sin abrir la boca y yo apuré con la ansiedad de un náufrago.
Billy reprodujo el gesto, Fran rellenó su vaso de nuevo y yo me pregunté si habría un ejercito de barman hijos de la misma madre y poseídos de los mismos gestos.
—Así que no sé cómo apareció ella —siguió Billy como si no hubiera parado—, Elena, que así me dijo que se llamaba la muy zorra. No la vi acercarse. ¿Qué hace un chico como tú en un sitio como éste?, me entró. Y tan solo, añadió de su cosecha, porque lo otro, ya sabéis —incluyó a Fran en la audiencia—, es de una canción. El tonillo era de guasa, afectado, con mohín compungido, y yo pensé que era una puta a la caza de cliente. Observé sus tetas, su minifalda, las piernas que no se acababan nunca, y me di lástima. De no haberme bebido casi todo mi peculio me hubiera quedado dinero para pagar sus servicios. «Lo siento —le dije—, estoy sin blanca y pedirte prestado para acostarme contigo es abusar de una confianza que aún nos falta». «¿Qué te has creído? —me contestó—. Eso me pasa por pegar la hebra con un cretino como tú; solo y que acabará borracho, si es que ya no lo estás». «Lo siento», me disculpé. «Seré gilipollas», me dije luego; ya iba por la segunda vez que pedía perdón. El ridículo me encendió las orejas. «No sigas con tanta disculpa», dijo ella y se dio la vuelta. «La equivocación es mía», añadió y se echó a andar despacio y me dejó mirando su culo prieto. «Oye, no te vayas —repliqué—, aún me queda pasta para invitarte a una copa». Me encaró desde la mitad del bar, con una sonrisa: «No malgastes tu dinero, es mejor que te lo bebas solo. Pero si prefieres mi compañía a la de la ginebra, vivo aquí al lado y en casa hay bebida, no te preocupes. Ah, llámame Elena». «Alberto, yo me llamo Alberto», le mentí pero, atrapado como una mosca en una tela de araña, la seguí.
Unos tipos ruidosos, que ocupaban una mesa no lejos de la barra en compañía de Berta y un par de niñas más, llamaron a Fran para que repusiera sus bebidas. Billy calló un momento, encendió un cigarrillo y, después de dar un nuevo trago, se olvidó de la ausencia de Fran y siguió a los suyo.
—En la calle hacía frío y el motor del camión de la basura atronaba en el silencio de la noche al vaciar los contenedores. La tía estaba tan buena que los dos basureros se volvieron al unísono cuando pasamos. Elena no me engañó; no vivía lejos. En las escaleras nos besamos ansiosos y, mientras ella abría la puerta, yo me clavé en su culo buscándole las tetas como un colegial en celo, y aquello me recordó a otra canción. «No hay prisa, hombre», dijo pero no me pareció que se quejara. Estábamos en el pasillo y mientras hablaba, coqueta, se recomponía frente a un espejo la indumentaria maltrecha. En el salón, hizo un gesto con la mano que abarcó las dos butacas y el gran sillón junto a la pared. «Siéntate donde quieras, voy a por una botella de champán», dijo. Tiré el abrigo en una butaca y me pasé cinco minutos inquieto, buscando, sin saber qué, entre los títulos de los libros de la librería, entre las fotos, los cuadros y los objetos de adorno. Entonces volvió ella, envuelta en una bata de seda y con dos copas y una botella en las manos. Era cava no champán, pero no era momento de quejas. Se sentó a mi lado, me ofreció una de las copas y se reservó la otra. Descorchó la botella dejando que el tapón se estrellara contra el techo y sirvió. «Por un encuentro inolvidable», brindó. «Por eso», asentí sin saber que iba a ser cierto. No recuerdo el sabor del cava, sólo las dos tetas veladas por la bata que veía subir y bajar con cada respiración. Me abalancé hacia ellas y ese acto, tú lo sabes, fue más extraño en mí que el suicidio. Elena sonrió, me empujó apenas para separarse y me quitó poco a poco la ropa. Cuando quise darme cuenta, mi polla reposaba entera dentro de su boca y sus tetas bailaban desnudas ante mis ojos. Me sentí estallar y tiré de la bata para abrirla por completo y penetrar a Elena antes de que fuera imposible. Por detrás, me interrumpió. Lo que mi gesto dejó al descubierto no fue el coño que pretendía sino un pene que me hizo preguntarme qué otra cosa podía hacer si no lo que me pedía ella. Antes de reaccionar, Elena ya me había colocado delante su imponente trasero. Me agarré a sus tetas, otra vez, y pocas embestidas me bastaron.
»Me invadió una ternura extraña, desconocida. Tuvo que ser la mezcla del alcohol y la modorra de después del orgasmo; hubiera vuelto a fumar y tú sabes que llevo un año intentando dejarlo.
No dije nada. La calada que el dio al cigarrillo que tenía entre los dedos me pareció suficiente. Eché un trago y esperé a que arrancara de nuevo; aquello se había puesto interesante.
—Me dejé besar —siguió pensativo—, la abracé y jugueteé con sus pezones mientras nos bebíamos otra copa de cava. Ahora tú, le dije y no sé por qué. Ella sonrió. Sin hablar, me lubricó y me poseyó centímetro a centímetro, con calma, con cariño. Después comenzó a moverse, primero despacio y luego más y más aprisa. Excitado, no comprendo cómo, cuando sentí dentro las contracciones de su orgasmo me corrí de nuevo. Tuvo que ser el vino, o la ginebra que había bebido antes. Tú me conoces, sabes cómo soy; no pudo ser otra cosa.
Billy me miró, en sus ojos había suplica. Yo moví la cabeza, en un gesto que podía significar cualquier cosa, y me bebí el güisqui que me quedaba en el vaso. Fran regresó junto a nosotros y echó un trago, como si no se hubiera ido.
—Por la mañana, cuando desperté a su lado, busqué el abrigo, cogí
Después de eso, Billy se calló. No supe qué contestar. Le pedí otra ronda a Fran con la mirada y, cuando la sirvió, escondí mi necedad entre las piedras de hielo que flotaban en el vaso. Fran tuvo más suerte; le llamaron de nuevo desde una mesa.
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