viernes, 29 de mayo de 2009

La rama culta del Hare Krishna, el auténtico tiramisú, la bibliografía y algo de Göering escondidodo en el texto

—Hola, Fran.

—¿Qué haces levantado a las tres de la tarde?; ¿sufres sonambulismo?

No le contesté, si te ahogas en el mar de desamparo que produce que te abandonen simultáneamente dos mujeres lo mejor es tacañear con el oxígeno. En lugar de hablar, paseé la mirada por el local. Con la claridad del día, el bar era un cadáver macilento lleno de cicatrices. En un rincón, duplicados por un espejo y bajo un foco que proyectaba una luz más estridente que un hip hop, media docena de mujeres se arremolinaban entorno a una mesa presidida por la reencarnación del último lama.

—¿Qué vende el azafranado?

—Literatura y alimento para el espíritu, supongo.

—¿Desde cuándo El Hormigón cobija la rama culta de Hare Krishna?

Fran apoyó con desgana un vaso sobre la barra y, suspendido el gesto de verter el güisqui sobre los cubitos de hielo, me miró por un instante. Que Fran deje de parpadear no es un buen augurio. En un acto reflejo, tensé todos los músculos y busqué bajo mi chaqueta. Pareció pensárselo mejor, inclinó un poco más la botella y, mientras el líquido ámbar se derramaba por el gollete, contestó:

—Aún no se ha descubierto cómo vivir del aire, ni siquiera del humo del tabaco. Durante el día por aquí no cae nadie; no vendo ni alcohol para las heridas. Ya sabes lo que se dice, trabajando en los límites se revela el maestro. Ellos pagan el alquiler.

La sonrisa helada de Fran, y que empujara con suavidad el vaso hacia mí, me relajó.

—Deberías despedir a Srila y darles tú las clases de poesía.

—No tientes a la suerte.

Una de las mujeres hizo un gesto y Fran respondió como un perrito faldero. Le observé mientras se acercaba solícito a la mesa con una libreta en la mano y el lápiz sujeto en la oreja derecha, me pareció más ajado, más encorvado; otra víctima colateral del exceso de luz. Su cabeza fue moviéndose en dirección a cada una de las mujeres al tiempo que tomaba nota. Por último, se dirigió al gurú, y tras una última anotación y visual vuelta al ruedo, regresó a su puesto tras la barra.

—¿Sedientos?

La pregunta era estúpida, pero estaba aburrido, no quería pensar, y a excepción de Fran, no tenía nadie con quien hablar para mitigar el sufrimiento que me producía cualquiera de las otras dos circunstancias.

—Y hambrientos; también quieren que les prepare un tentempié.

—Eso está bien, ¿no?

—Lo estaría si alguna vez hubiera aprendido a cocinar o tuviera en el bar algo más que las rancias patatas fritas y los panchitos revenidos que sirvo cada noche como compañía del güisqui de garrafón. Esta gente no es como vosotros.

Fran siempre ha sido sincero y supuse que ese nosotros abarcaba a la fiel clientela que víspera a víspera nos suicidábamos en el local con lentitud estudiada.

—¿Tienen prisa?

—No sé, no se me ha ocurrido preguntar, no tener nada con lo que rellenar el genérico «algo de comer» me ha parecido suficiente problema. ¿Tiene importancia?

—El primer síntoma de mi depresión, el que nace de forma inmediata a cada uno de mis fracasos amorosos, es un impulso irrefrenable de cocinar. En la nevera tengo tiramisú para un regimiento. En menos de diez minutos puedo estar de vuelta con una fuente repleta. Es dulce, pero es comida; a buen hambre…

—Dejá de palabrería, o es un cuento, o no lo es. Vaya empeño tenés en que todo valga. A ver, ¿en qué te apoyás vos?

Me pareció que no era el momento oportuno de seguir repartiendo comida; pero, aun a riesgo de recibir un zarpazo, serví una generosa porción de tiramisú en un plato y la puse con cuidado delante de la mujer, sobre la mesa.

—Sencillo, querida. —El gurú permaneció erguido, como si levitase sobre el asiento, imperturbable—. Mi opinión se sustenta en la perceptible realidad y en las ideas de otros muchos, otros más sabios; Chéjov, Vila-Matas, Piglia, Cortazar. Todos coinciden en que el cuento moderno se caracteriza por la falta de resolución explícita. Eso si admiten encasillar al género, cosa a la que varios se niegan de forma rotunda, Cortazar entre ellos. Además, querida —percibí cierta sorna encubierta en el apelativo repetido—, no olvides que Chéjov dijo que cuando uno ha terminado de escribir un cuento debería borrar el principio y el final.

—¿Y dónde se afirma todo eso? Bibliografía; autores, títulos, ediciones, pruebas, eso es lo que yo quiero; bi-blio-gra-fí-a.

Pensé que, si aquella mujer se ponía así por un quítame allá un no sé qué en un cuento, ¿cómo se pondría en una discusión amorosa? Mejor no averiguarlo. Además, cada uno tenemos nuestros demonios, y yo, entre borrachos, golfos, ladrones y psicóticos me muevo como el hielo en el güisqui, pero es oír hablar de cultura y quito el seguro de mi Browning.

En la mesa se hizo un silencio tenso; todas las mujeres tenían los ojos clavados en la túnica azafrán del maestro y él miraba con los suyos a un indefinido punto situado más allá de la luna orinada que colgaba frente a él, que en su día sirvió para fingir amplitud en el tugurio. Aproveché la tregua para acabar de servir las raciones de tiramisú y regresar a la barra.

—Vaya carácter —le dije a Fran mientras dejaba sobre el mostrador la fuente vacía y apuraba el güisqui que había quedado en el vaso a mi marcha, del que ya habían desaparecido los cubitos de hielo.

—Mujeres, qué te voy a contar a ti.

—¡Oiga, usted!

Me volví atraído por el grito. La misma mujer que antes se empecinaba en pedir explicaciones agitaba un brazo en mi dirección. Deduje que su intención era llevarme de vuelta a la mesa. Me acerqué.

—¿Me hablaba a mí?

—A quién si no. ¿Usted llama a esto tiramisú? —Como por encanto, había desaparecido su acento.

—Por supuesto, señora, el mejor que jamás haya usted probado; desciendo del mismo Casanova.

—¿Y dónde está el mascarpone?

—Desde luego no en el tiramisú, eso puedo asegúraselo. Ahí no encontrará nada que no sea huevo, azúcar, bizcochos savoiardi, café expreso y cacao en polvo.

Ya me estaba hartando de tanta impertinencia. De letras entiendo una mierda, pero no estaba dispuesto a tolerar idioteces sobre mis artes culinarias.

—Pues esto no es tiramisú ni nada que se le parezca; sin mascarpone no hay tiramisú. Hasta un cretino como vos debería saber...

No le dio tiempo a terminar la frase, los dos disparos de mi Browning volcaron la silla y la dejaron a ella patas arriba, en una posición ridícula y con dos lunares granates sobre la blusa blanca. Al resto de los comensales los dejaron mudos de sorpresa, con cara de pánico y quietos como estatuas, como se supone que se debe estar ante un felino mal alimentado.

—Joder, ¿por qué has hecho esto?

Fran me habló desde mi espalda. Al volverme, descubrí que en su cara había una mezcla de resignación y cierto fastidio; a nadie le gusta que le espanten la clientela y a aquella rama de su negocio no era difícil augurarle un pobre futuro.

—A mi primo Matteo, que en verdad no es mi primo, pero que sabe de cocina italiana más que el mismismo Alberini, le costó años de trabajo y trasnoche averiguar la verdadera receta del tiramisú; con esta receta hemos combatido los dos no pocas resacas. No iba a tolerar que cualquier come tintas denostase la genial formula que Filippini elevó al olimpo desde los prostíbulos de Treviso.

Fran me miró un instante, suspendido de nuevo el parpadeo. Yo apreté la culata del arma que aún empuñaba. Luego, con el gesto relajado, él paseó la mirada por los que ya sabía que dejarían de ser sus clientes y, a continuación, habló dirigiéndose al maestro, aunque el mensaje fuera para todos los presentes.

—Bueno, ustedes es mejor que me paguen las consumiciones y se marchen antes de que venga la pasma, si es que viene. Ya nos encargaremos nosotros de justificar esto. —Señaló el cadáver.

Cuando la túnica azafrán desapareció de nuestra vista precedida del resto de mujeres, Fran recogió un puñado de billetes de la mesa y habló de nuevo:

—Anda, ayúdame a sacar a la tía esta al contenedor de basura y luego limpiaremos; lo has puesto todo hecho un asco. Al menos ella no podrá quejarse del final de su historia.

Como me ocurre a menudo, Fran me sorprendió; nunca hubiera imaginado que él estuviera atento a una discusión literaria.

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