En realidad la vida no es tan corta; se hace interminable desde el momento en que dejas de soportarte a ti mismo. No hay nada más improductivo que odiar a un tipo al que siempre ves en el espejo, alguien al que ni siquiera puedes dar una patada en los genitales. A pesar de todo, hay gente así, que se pasa una larga vida flagelándose. Como el tipo rubio; todos lo pensábamos.
No sé su verdadero nombre, algunos le llamaban Cero, quizá porque nadie mostró el mínimo interés por él mientras estuvo vivo y se pasaba los días en la parte izquierda de la barra, en silencio, bebiendo y emborronando servilletas de papel. La noche que apareció su cuerpo en el callejón con cinco agujeros de bala, el bolsillo de su gastada chaqueta rebosaba bolas de papel; servilletas apelmazadas y pintarrajeadas con textos y dibujos extraños. El cadáver lo recogió el servicio funerario del ayuntamiento, los papeles los heredamos los clientes de El Hormigón gracias a las manos largas de Jhony. Fran, que cuando llegamos rellenaba una botella irrellenable de Etiqueta Negra con una jeringa, se encargó de planchar aquella maraña de celulosa. No le gustó, pero al fin y al cabo, todo había salido de su local; incluido Cero.
Nos organizamos en dos grupos y nos repartimos los papeles. Intentábamos averiguar qué había escrito Cero con tanto secreto. Sabíamos del odio que se profesaba porque a veces se cortaba las manos con la navaja que cargaba siempre, se pillaba los dedos en las puertas e, incluso, una noche saltó desde encima de la barra; según él, para suicidarse golpeándose la cabeza contra el suelo. Para su desgracia, todo quedó en una jaqueca de órdago.
En las servilletas no encontramos nada delictivo ni la descripción de un atraco ni la confesión de un asesinato; demasiado pusilánime para eso. Tampoco era su testamento, no había nada que repartir; ni los gusanos que lo devorarían bajo tierra discutirían por su mejor bocado. Allí, en aquellos papeles recién planchados, se narraba la historia de un amor pretérito, perdido. Después de todo, Cero no estaba loco, sólo enamorado. Aquello lo humanizó ante nuestros ojos, lástima que no estuviera presente para pasarle el brazo por encima del hombro y compadecernos de él entre vaso y vaso de güisqui de garrafón. La vida, larga o corta, nunca da segundas oportunidades.
La mujer de las servilletas vivía a seiscientos kilómetros; en otra ciudad, en otro mundo. Se habían conocido en una exposición de pintura, cerca de la catedral, en la ciudad donde la lluvia humedece el alma con una nostalgia enfermiza, donde las piedras se cuentan chismes milenarios y el cielo es de plomo. Se encontraron frente a un cuadro sin sentido que él inventó comprender para pintar con la sonrisa de ella la estancia. Sin proponérselo, bailaron sevillanas junto a una de las puertas traseras del templo. Las estrellas, sorprendidas, iluminaron sus pies. El tiempo corrió, pasaron amores fugaces como nubes de verano, hasta que mucho después, la noche en que los Reyes Magos regalan sueños, su presente fue un puñado de suspiros compartidos y escuchar el silencio del otro. Luego vino un adiós y un muro de distancia entre ellos.
A partir de ahí la historia se vuelve confusa; Fran no opina, Jhony dice que no entiende nada y yo me callo lo que sé, porque en el desamor estoy doctorado. Sólo estamos de acuerdo en que Cero era un pobre tipo enganchado al amor, y que por ello, quizá el mundo aún tenga solución.
Estoy seguro de que volvieron a verse, lo hicieron hasta que ella terminó descubriendo lo que él ya sabía de antes: que regresaba impulsada por la misma necesidad que lleva al ciclista a surtirse de agua en un avituallamiento; para reponer líquidos. Antes de asistir al triste espectáculo de ver a Cero hecho pedazos por tanto dolor, ella acabó con la relación confirmando que el pecho de una mujer es más frío que el Polo Norte. Él entró en barrena como un pájaro al que le quiebran las alas en pleno vuelo. Un hombre así no quiere morir, sólo dejar de recordar, y para eso no hay mejor narcótico que la muerte.
Luego de leer en una servilleta cien veces la misma pregunta, ¿por qué despertar?, en la siguiente se explicaba todo. Le pagó a un desconocido por matarle, a uno de ésos que no necesitan incentivos para liquidarte por el simple hecho de tropezarse con tu mirada en un callejón oscuro, a la salida de El Hormigón. Aquel tipo, con el mismo remordimiento que cualquiera siente al pisar una cucaracha, le metió a Cero en el cuerpo cinco balas de nueve milímetros con una Browning.
A ella la conocí en el cementerio, caminaba como una diosa bajo una insistente llovizna. Una cara perfecta sobre una columna griega, tan alta que en vida del finado debió de sacarle un palmo, casi la cabeza si calzaba aquellas botas negras que se perdían por debajo del vestido del mismo luto riguroso. Era tan impresionante que hasta los deudos de otros duelos se volvieron a su paso. Aquel día, mientras un desganado sepulturero echaba paletadas de tierra sobre el ramo de rosas rojas que ella, imperturbable, había depositado un instante antes sobre el ataúd de Cero, comprendí que no es necesario odiarse a sí mismo para que la vida se torne interminable, basta con amar sin ser correspondido.
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